domingo, 19 de octubre de 2008

Sol de octubre

Ha vuelto la primavera en pleno octubre. El sol todo lo invade. Hace calor, a pesar de que uno vea que los termómetros electrónicos de las paradas de autobuses marquen siete grados. Va a ser verdad eso de la sensación térmica, pronto tendremos que deshacernos de los termómetros de toda la vida y sustituirlos por sensores térmicos. El mundo está loco de atar, va cada vez a peor, y aquí no se salvan ni los termómetros, los pobres, que ya marcan por marcar, porque nadie les hace caso.



Y es que esta ciudad ha perdido la cabeza: pasado el mediodía, me encuentro en la Plaza de Jacinto Benavente con que los sudamericanos ociosos que solían reunirse en la plaza para ver pasar las horas y los días bebiendo cartones de vino blanco bajo la rasca de las esquinas de Madrid, ahora han dado con un nuevo pasatiempo. Los veo agrupados en corro alrededor de la casetilla de lo que quizá sea un tanque de agua o un generador eléctrico y que utilizan como mesa. Me acerco, como quien no quiere la cosa, y los descubro jugando al póker. Apostando y todo, a la vista de los euros que se ven en el centro de la mesa improvisada. Me sonrío mientras me alejo. Una timba callejera. Tal vez algún día, con más tiempo y menos obligaciones, estaría bien unirse a ellos y jugarse unas monedillas al abrigo del sol de octubre. Después de todo la vida es juego, ¿no lo dijo Calderón?

Muchos escritores, de esta simple anécdota, se sacarían de la punta de la pluma una moraleja muy sesuda y trascendental, imaginarían las historias de estos infelices, sus fatigas en sus países de origen, el cruce del charco, las penalidades al llegar a España, la falta de trabajo, sus tristezas y zozobras. Incluso podrían llegar a armar, tirando de oficio, una novela de contenido social con cierto dramatismo. Lo malo es que uno es más de Valle-Inclán que de los otros, más del esperpento que del folletín, más de la imagen que de las mil palabras.



Otra imagen: llego a la Puerta del Sol y me encuentro, para mi más absoluta estupefacción, con dos rickshaws aparcados en plena bocacalle de Preciados. Increíble. No me equivocaba: esta ciudad ha perdido la cabeza. Aunque, bien pensado, el bici-taxi como alternativa al taxi y sus precios prohibitivos podría cuajar. Lo malo es que existe el metro, al contrario que en la India, donde el rickshaw suple la falta del transporte subterráneo y además le permite a uno adentrarse en calles polvorientas, sin asfaltar y llenas de socavones, infranqueables para un taxi, sin sufrir demasiados percances. Ni puedo imaginarme la cantidad de veces en las que me pude montar en un rickshaw durante mi periplo indio de dos meses bajo la solana y la humedad del país. Más de una vez nos tuvimos que bajar mi compañero y yo para ayudar al sufrido conductor, cuyos músculos de alambre parecían derretirse al sol, a empujar el rickshaw, cargado con nosotros y nuestras mochilas de treinta kilos, en alguna cuesta arriba imposible.

En fin. ¿Rickshaws en Madrid? Tal vez como atracción turística por el centro de la ciudad cuele, como han colado entre los guiris el alquiler de bicicletas de color rosa con cestita de mimbre en el manillar. Y me temo que no voy desencaminado, porque los conductores con los que me crucé, ataviados con ropa cara y con pinta de trotamundos surferos, tirados a la bartola a la espera de que alguien requiriera sus servicios, eran dos fornidos hombres, a todas luces foráneos, de color. De color negro, vamos. Negocio de extranjeros. Negocio para extranjeros.

Más tarde, el sol, al morir la tarde, se reflejaba en las fachadas de los edificios de la Plaza de España con pinceladas gruesas de vinos y rosas en los cristales. Las paredes ardían en un fuego como líquido luminoso, que no quema. Un día más, uno vuelve a comprobar que los crepúsculos de Madrid son los más bellos del mundo.

Regreso a casa, ya de noche, muerto el sol, y, a mi paso por la Plaza de Jacinto Benavente, vuelvo a sonreírme al ver a los jugadores andinos, horas después, que continúan con su partida de póker callejero, esta vez a la luz ámbar de las farolas. Justo después, al pasar por mi lado a la salida del supermercado, oigo de pasada una conversación de una mujer joven con la que parece su hija, una niña de apenas cuatro años:

―¡Cuántas cosas hemos comprado! ―dice la niña, cargada con una pequeña bolsa de chucherías.

―Sí ―responde la mujer, con bolsas de la compra en ambas manos―. No sé qué habría hecho sin tu ayuda. Verás cuando se lo digamos a papá Jaime…

Sus palabras me dieron qué pensar, y, ciertamente, algo de todo eso me entristeció. Aquella niña tendrá un papá, que no es papá Jaime, pero no podrá estar hoy al borde de su cama para darle el beso de buenas noches ni velar sus sueños infantiles.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Domingo en Madrid

Los domingos en Madrid me son un poco desconocidos. Si la vida le coge a uno en Madrid en domingo, y no en el pueblo, lo normal es que vea el día pasar desde la seguridad de su ventana del tercer piso. Los domingos son jornadas de resaca, de alcohol o de rutinas, tanto da, pero resacas al fin y al cabo. Apetece más vegetar en el sofá, papar moscas, rascarse la barriga, revolverse entre cojines, que desperezarse, desentumecer el cerebro y tratar de recuperar el ritmo que tenemos el resto de la semana. A veces me asalta una pregunta, siempre la misma, algunos domingos: si las circunstancias no nos obligaran a levantarnos de la cama, ¿nuestra vida sería como un domingo perpetuo? No me lo quiero imaginar, me asusta la respuesta, prefiero pensar que estas modorras son sólo exclusivas de los domingos, de la misma forma que siempre hace sol en domingo, sea verano o invierno, noviembre o abril.

Y como el sol invita a volar a los soñadores con alas de cera, me eché a la calle con alegría, a pesar del gripazo que me asomaba por la nariz.

Un domingo en Madrid no hay mucho que hacer. La opción más popular y socorrida, sobre todo para quienes les toca hacer de padres, es la de encerrarse todo el día en un centro comercial y zamparse un paquete de ocio familiar consistente en bolera, compras, comida rápida, máquinas recreativas y cine con palomitas. Da miedo pensarlo. A otra cosa.

Salvo la obligada visita a los eminentes museos de Madrid, yo aún tengo alguna pendiente, lo único que le queda al madrileño, oriundo o de adopción, es el Rastro. Cada domingo todo Madrid se apelotona entre la Plaza de Cascorro, la Ronda de Toledo y las calles de Ribera de Curtidores, Embajadores y otras aledañas para no se sabe exactamente qué, porque el turismo ha convertido al viejo Rastro de los gitanos, los bohemios y los artistas en un parque temático, en una franquicia de El Corte Inglés. Los precios son abusivos para ser artículos que se venden a ras de suelo en puestos de mala muerte, pero el problema es que se venden sin demasiada dificultad. Así están las cosas. Lo mismo ocurre ya en el Gran Bazar de Estambul. Uno esperaba descubrir en Estambul una ciudad mágica de alfombras voladoras y cuevas de Alí Babá, tesoros vendidos como baratijas, lámparas maravillosas extraviadas entre la chatarra, pero lo cierto es que llegaron a pedirme, después de mucho regatear, treinta euros por una alfombrilla de cuarto de baño. Otro parque temático. Aquellos turcos sabían que ningún rostro pálido se iría a casa sin souvenir. El turismo, que todo lo corrompe.

Hace mucho tiempo también que me desencanté con el Rastro, aunque conseguí, sin embargo, a modo de desquite, sacarle a un gitano una alfombra enorme, de más de dos metros, por los treinta euros que me pedía aquel turco de gesto torcido de Estambul por el trapo para los pies. Aun así, existen todavía los viejos tenderos de toda la vida, los que levantan el puesto cuando las farolas se van apagando y los gorriones pían sobre los tejados, cuando la Plaza de Tirso de Molina empieza a oler a alba y a flores y el frío de las primeras luces se desayuna con aroma a café con porras. Son los vendedores de libros rancios y desgastados, los revendedores de mercancía de dudosa procedencia, los comerciantes de fósiles falsos, los anticuarios que exponen género envejecido con amonio, los tratantes de pájaros, los marchantes de cuadros sin valor… En el Rastro, que es el reino del pícaro, todo se vende, todo se compra.

Y el reino del pícaro es el paraíso del carterista. Es gracioso toparse de vez en cuando a un tipo andrajoso corriendo entre los puestos, esquivando a la gente, perseguido de cerca por un guiri pecoso y rubicundo (también furibundo). Cosas del Rastro. Acto seguido, se vuelve uno y se encuentra de frente con los Hare Krishnas, que suben la calle en procesión bailando y elevando sus cánticos entre la marabunta, que asiste divertida a la escena.

Y si tantas emociones le han abierto el apetito, el buen turista no debería desperdiciar la ocasión de probar las proverbiales tostas de las calles empinadas que salen de la Ronda de Toledo. Con suerte, después de haber esperado apenas media hora de cola, podrá degustar su exquisita y grasienta tosta de salmón, boquerones en vinagre o sardinas, entre muchas otras deliciosas variedades. Sin duda causan furor entre la extranjería que nos visita.

No sé por qué he acabado hablando del Rastro, si yo pasé de largo aquel domingo, evitando la corriente humana, y me perdí en la grisura, entre los árboles desnudos de los bulevares recoletos de Madrid.

martes, 30 de septiembre de 2008

Reminiscencias

Vivimos días de sol gris y noches de vientos de cristales rotos. Mientras uno encamina sus pasos en la hora de las brujas hacia el arrullo del hogar, la estación otoñal le envuelve la piel como un suave fular sobre los hombros encogidos. El otoño es una época dulce, y a uno parece antojársele su propia vida como esas hojas ajadas que cada día van alfombrando el pavimento de las calles de la ciudad, como si fueran páginas desgarradas, desgajadas del libro deshilachado de nuestra vida, que el viento de los años vividos dispersara en remolinos.

Los días transcurren fugaces, como estrellas que cayeran sobre el cendal de una noche clara de verano. Cada vez más lejos queda la reminiscencia de julios y agostos. Vistos desde la perspectiva de las primeras semanas de otoño, aquellos meses estivales se llevaron una alegría fugitiva que uno ya no es capaz de encontrar a su alrededor. Supongo que esto sucede cuando uno no se siente pertenecer a ninguna parte o, al menos, cuando la gente a la que se quiere se encuentra a cientos de kilómetros de su vida diaria. Es lo malo de tener la cabeza en otros sitios, que no se está ni en unos ni en otros, y la vida, que nunca espera a los indecisos y pasa sin avisar, transcurre constantemente en el puente levadizo que enlaza ambas orillas sin nunca llegar a pisar tierra.

Recuerdo que cuando era más joven tenía la capacidad asombrosa de largar amarras y cortar de cuajo los cabos y ataduras que me enraizaban a cualquier puerto. Antes debía tener un corazón de piedra, con las aurículas y los ventrículos un poco secos, si no es que no se comprende. Podía pasarme meses sin regresar a casa, consciente de que si flaqueaba en mi firmeza de no volver se me reblandecería el corazón como una esponja en agua. Ahora no. Ahora caigo una y otra vez en esa misma trampa. Voy y vengo, pero el pensamiento jamás va con el resto del cuerpo, aquél siempre anhelante de regresar. Tal vez antes era uno más sabio, más consciente de sus debilidades. Con los años me he vuelto más sentimental, más nostálgico, más susceptible. De un tiempo para acá los techos bajo los que duermo son siempre temporales, circunstanciales, son techos de casas de amigos, de pensiones baratas, de hoteles, de casas de alquiler compartidas con extraños, de estaciones de autobuses y de trenes, son techos con armarios vacíos y perchas desnudas, de bolsas y maletas siempre por deshacer, como si estuviera preparado en todo momento para huir a la mínima oportunidad con el mundo de uno siempre a cuestas.

Tal vez sea que uno no está solo, sino lejos.

A veces uno sospecha ser un extraño en su propia vida. A veces incluso piensa uno que huye sólo para volver, que esta vida tan bohemia y literaria, tan nocturna y cautivadora, es mortal y pasajera, que al final del sueño de vino y rosas toca despertar y descubrir que eran en realidad licores amargos y flores mustias, que acaso la vida no esté a la altura de sí misma.

Ay, cuesta arrancar palabras a la madrugada, flaca; otra vez me abandonas a mis noches de humo y fantasmas, otra vez te me escapaste entre tardes de café y besos helados, otra vez, sin poder hacer nada, desesperado, te vi marchar, con tu aliento aún latiéndome en los oídos, y fundirte con la ciudad.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Madrid blues

Las noches de Madrid son infinitas. Igual que las cabras siempre tiran para el monte, uno, que es de natural noctámbulo, tira invariablemente hacia las calles en busca de nada en particular, salvo el mero influjo de deambular entre espectros bajo la luz anaranjada de las farolas y respirar el aroma fresco a humo y tierra mojada de las madrugadas de otoño. Había oído hablar de un local de jazz cercano que no conocía, el Café Populart, y que no estaba muy lejos de mi casa. Hacía tiempo que el reloj había doblado la medianoche: era la hora perfecta. Me abrigué y me eché a la calle.

Pocos placeres hay como vagar sin rumbo por los bulevares sombríos y desiertos de Madrid a la luz de la luna, tan sólo alumbrados en nuestro lento caminar por neones y el haz ocasional del faro de un coche que nos sorprende por la espalda y se aleja por la avenida. Pero aquella noche no iba a la deriva, sino que me dirigía a la calle Huertas 22. Caminaba bajo el viento frío de octubre, cortante como cristal helado, arrebujado entre las solapas del abrigo, las manos en los bolsillos. No había un alma con quien cruzarse. Sólo le envolvía a uno, en el silencio urbano, lo único que le diferenciaba de uno de esos espectros con los que de tanto en tanto se cruzaba, el ritmo acompasado de sus propios pasos. A lo lejos se oía ruido de tráfico, muy lejos. Más lejos aún, el aullido apagado de un perro.

Pude ver desde la lejanía el inmenso cartel con el nombre de Café Populart sobre la fachada negra. Sabía que en este garito la música en directo suena hasta altas horas de la madrugada, por eso había ido, y doy fe de que desde la calle podían oírse los graves del concierto. Franqueé la doble puerta acristalada de la entrada y me quedé pasmado. El local estaba lleno, en plena madrugada. En la barra se agolpaba una marabunta que intentaba pedir alguna consumición, y en los asientos alrededor de los veladores pensar en sentarse suponía una entelequia. Sólo se veían tíos trajeados y turistas. Allí no cabía un alfiler. No era ésa precisamente la idea que tenía uno de un bar de jazz, aquello más bien parecía un bar de copas, un pub, cualquier cosa menos un local de jazz. Además, tocaba un grupo de blues bastante malo, tanto que incluso el guitarra solista se reía, por no llorar, de lo mal que tocaba. Me quedé cinco minutos oteando el ambiente desde la puerta, por si mi primera apreciación había sido errónea. Aquel guitarrista tenía cinco minutos para demostrar si sabía hacer algo. Pero no lo consiguió.

Salí de aquel antro atestado de pijos y guiris. Estaba lloviendo. No me quedó más remedio que calarme la chaqueta y encoger el cuello mientras caminaba bajo la lluvia. Un bohemio en remojo por el barrio de las Letras, no se habrá visto gesto más estético. El pavimento brillaba a la luz pálida y opaca de las farolas. Llegué a la altura del Café Central, uno de los locales madrileños de mayor tradición jazzística, en la plaza del Ángel 10, pero los carteles rezaban que los conciertos tenían lugar sólo de diez a doce de la noche. Demasiado tarde, forastero.

Sopesé la posibilidad de marcharme a casa, la noche parecía no dar para más. La lluvia arreciaba, pero qué más da cuando ya estás empapado. La lluvia y la noche acaso estén pensadas para el consuelo de los perdedores, y poco más cabía perder en aquel momento. De modo que enfilé la calle Preciados arriba, cruzando por Sol, hacia Jacometrezo, calle que alberga al Café Berlín, que hacía tiempo que no visitaba. El Berlín es un lugar con estilo, de gran elegancia y calidez. Subí las escaleras que conducen a la primera planta, donde se celebran los conciertos, pero se me nubló el ánimo al ver que los músicos ya estaban recogiendo. La estancia estaba vacía, sólo un joven permanecía sentado ante su velador con la mirada perdida tras los acordes de las canciones grabadas que reproducián los altavoces.

Me senté en la barra, y le pregunté al camarero si habría algún pase más aquella noche. Me contó que la última actuación acababa de finalizar apenas tres minutos antes. Maldije mi suerte. Le pedí una copa, al menos la música ambiente no estaba mal. Continué conversando con el barman, que no sería mucho mayor que yo. Me interesé por sus gustos musicales. Él se confesó amante del jazz, claro, más cercano al clásico que a los nuevos sonidos y fusiones. Uno siempre ha tenido el sueño de trabajar como barman en un local de jazz como el Café Berlín, un bar con una atmósfera como la que se respira allí: delicada, seductora, refugio de la melancolía. En el otro extremo del salón estaba el escenario, con un hermoso piano de cola de vetas oscuras cromadas en la madera, un contrabajo en el suelo y una guitarra apoyada en la pared. Siempre me había figurado un bar de jazz de este modo, tal como lo tenía ante mis ojos: un par de solitarios trasnochados bebiéndose su tragedia con mucho hielo, un barman indulgente que rellene los vasos con whisky, la luz tenue de los veladores por toda iluminación y un pianista que arrancara quejidos luctuosos del piano. Lástima que los músicos ya hubieran acabado aquella noche.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Jugarse la boca temprano

Malasaña es una mala zona por la que moverse, incluso a plena luz del día. Se trata de un barrio que, por increíble que parezca, y a pesar de estar a sólo dos pasos de la Gran Vía, parece una pequeña sucursal del infierno en todo el centro de Madrid. Asombra pasear por sus calles invadidas por la suciedad, siendo como es Malasaña, antiguamente llamado de Maravillas, un barrio de tanta historia, casta y tradición en Madrid. Hoy es un rincón de fachadas pintarrajeadas con espray y mala leche, cables al aire, tubos colgando, edificios con las tripas entre las manos, calles estrechas trufadas de basura, orines, condones, jeringuillas, gomas elásticas que hace un rato han servido de torniquetes y otros vestigios de trasnoches campando con impunidad sobre el pavimento.

También, como Lavapiés y otros lugares de la periferia de la ciudad, Malasaña ha sido abordado por los inmigrantes. Este hecho, lejos de deslucir sus calles, me parece a mí que ha salvado a Malasaña de su hundimiento en la sordidez, tiñendo la zona de color con locales de negocios chinos, sudamericanos y musulmanes. Se conoce que las áreas urbanas más marginadas son el caballo de Troya natural para la entrada de la inmigración, lo que no deja de ser triste, por inevitable, que una ciudad termine convirtiéndose en amalgama de guetos.

Lo cierto es que es en Malasaña donde trabajo. El lugar al que acudo cada mañana a pie, a través de sus calles grises y empinadas. De vez en cuando uno se encuentra algún mendigo durmiendo entre los cubos de basura, o a algún yonqui pinchándose la última de la noche tras cualquier esquina, y todo eso antes de doblar el mediodía.

Nunca he tenido ningún problema con esta gente. Jamás me han atracado, ni aquí ni en ningún sitio, ni de día ni de noche. Quitando alguna vez que hayan intentado birlarme la cartera sin éxito, y aparte de los pedigüeños que te increpan si no les haces caso, la verdad es que he tenido pocas experiencias incómodas o de violencia callejera. Hasta esta mañana.

Me dirigía, como siempre, a trabajar, y, al rodear la última esquina que me separaba de mi puesto de trabajo, me encontré en la misma acera con dos jóvenes, un chico y una chica, con las secuelas que la heroína deja marcadas en el rostro, que acababan de refugiarse bajo un portal desconchado y maloliente, agachados y con los brazos remangados. Parece ser que ese portal es popular entre los suicidas, no es la primera vez que uno se encuentra una escena similar. Ambos me miraron, con la mirada un poco virando entre la culpabilidad y la impaciencia. Lo normal es levantar la vista hacia el infinito, ignorar la tragedia con la que a veces uno se cruza por las calles y seguir el propio camino sin inmutarse, como si no pasara nada, como si meterse un chute en vena a esas horas de la mañana fuese de recibo.

Continué calle arriba, cuando, enseguida, advertí que otro hombre, con las mismas pintas, enfilaba la acera hacia el portal que acababa de dejar yo atrás. Lo vi venir. Mis alarmas saltaron. Entre la pared y la fila de coches aparcados apenas distaba un metro y medio. No podía dar un rodeo ni evitarlo. Crispé los puños sin detener el paso. Y, efectivamente, al llegar mi altura el drogata me pidió un euro para desayunar. Pasé de largo, impasible, con la cabeza gacha, como todo el mundo hace, a pesar de la angostura de la acera, que casi me hizo rozar su hombro.

―¡Eh! ¡Tú de qué vas, chaval, que sólo te he pedido un puto euro!

El corazón me dio un vuelco. Miré adelante, localicé a un par de metros la puerta del edificio donde trabajo. Vi un taxista esperando en la misma puerta.

―¡Eh! ¡Que te estoy hablando! ¡¿Qué pasa contigo?!

Esta vez la voz del yonqui la oí más cerca. Subía por la acera tras de mí. Se me heló la sangre. Ya había llegado a la altura de la puerta de mi trabajo, pero estaba cerrada. Si me detenía a abrirla el energúmeno que venía vociferando detrás de mí me alcanzaría. Pasé junto al taxista. Nuestras miradas se cruzaron, y descubrí en la suya una señal tácita de peligro. Confiaba en que el yonqui desistiera, me diera por imposible y se fuese. Seguí calle arriba.

―¡Eh, gilipollas!

Demasiado cerca. Noté su voz soplándome en la coronilla. De repente, un pensamiento atravesó mi cabeza: un navajazo por la espalda. Se me aceleró la respiración. No había demasiado tiempo para decidir, sólo dos posibilidades: una, salir corriendo por mi vida; dos…

Me volví. Estaba cagado, pero intenté poner mi mejor cara de hijo de puta perdonavidas, subí la barbilla y me quedé mirándolo con los puños cerrados en los bolsillos. Él se detuvo entonces, a unos tres metros de distancia. El taxista quedaba entre nosotros dos.

―¿Qué pasa? ¿No tienes un euro para dejarme?

―No, lo siento, no lo tengo ―dije con aire chulesco, como lo diría un mafioso, contraviniendo el sentido común. Supongo que otros habrán muerto por mucho menos. Pero estaba yo muy cabreado, como pocas veces lo he estado. Si me sacaba una navaja en ese momento, uno de los dos almorzaría en el hospital, porque yo estaba dispuesto a reventarle la cabeza.

―Bueno, bueno, pues eso se dice y ya está ―concedió el yonqui―. Un poquito de respeto, coño ―Se dio la vuelta y continuó hacia aquel portal infame para reunirse con sus compañeros.

Nunca sabré si fue mi imitación de hijo de puta perdonavidas lo que lo amilanó, o el hecho de que lo encarara, que le cogió desprevenido, o si sencillamente no tenía intención de hacerme nada. Tampoco importa demasiado. Todo fue muy rápido, apenas unos segundos, apenas unos pasos. Cuando pasé después al lado del taxista para entrar al trabajo le dije, con la mayor tranquilidad que pude impostar: «Cómo está el patio, ¿no?». Él no dijo nada, tampoco esperaba uno que le contestara. Seguramente mi inconsciencia le había dejado sin palabras.

Cerré la puerta tras de mí. Respiré hondo. ¿Cómo había podido enfrentarme a aquel tío? ¿En qué estaba pensando? Mira que he pensado mil veces en una situación de este tipo hasta volverlo consigna: si un tío te atraca, sacar la cartera lo antes posible y rezar para que no quiera nada más. ¡Y me había plantado delante de un yonqui por un euro! ¡No ya de un atracador consciente de sus actos, sino de un desgraciado con un mono de elefante! Pero el problema no había sido el euro que me pedía, y que debería habérselo dado de inmediato, sino un instante en la vida, incontrolable, una gota de caos en el estanque de una mañana tranquila de otoño, cuyas ondas resultantes, impredecibles, habían cambiado todo a su paso. Podría alegar altas razones para justificar mi temeridad: dignidad, honor, miedo, ética, estética… pero lo cierto es que me moví por instinto, como un animal atrapado por su depredador, sólo buscaba sobrevivir. En los escasos segundos que transcurrieron sólo sentí peligro inminente y un deseo febril por acabar con mi enemigo. No hubo miedo, mantuve la serenidad, fui consciente de lo que me jugaba, pero aquello no lo había elegido yo. Uno nunca está suficientemente preparado para estas cosas. No me siento culpable de mi reacción, porque fue espontánea y salió de muy dentro. Sucedió, y ahora estoy aquí, a salvo, avergonzado, contándolo.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Allegro de Otoño

Cuando llegué aquella noche de viernes, los músicos ya se habían marchado, o tal vez ni siquiera hubieran venido a tocar aquella tarde. Nunca lo sabré. Me había entretenido tocando el piano en casa de un amigo después de salir de trabajar. Se trataba de un piano de cola majestuoso, un Kohler & Campbell negro, demasiado hermoso como para sustraerse de la tentación y el placer inolvidable de posar los dedos sobre sus teclas. No todos los días tiene uno oportunidades como ésta de sentarse ante un piano de cola. Empecé tocándolo como con miedo, tanteando el instrumento con cuidado, tentando suavemente acordes, que reverberaban con timbre antiguo y algo desafinado. La música entonces envolvió la estancia y me dejé embriagar, como si fuese un virtuoso, por su sabor a madera vieja, por la pulsión de los tonos graves, firmes y severos, y de los agudos, delicados al tacto, finos al oído. Sobrecogido por la magia del momento, tuve que cerrar la tapa de protección del teclado, más habría sido excesivo para los sentidos, y me marché de allí, más bien huí, con los ojos aún humedecidos.

Aquella noche no escuché rumor de sinfonías desde la lejanía de la calle del Carmen como cada atardecer. Una pena, porque los últimos días solían reunirse hasta seis músicos en total: tres violines, una viola, un chelo y un contrabajo, bajo los soportales del centro comercial. La tarde anterior habían introducido, además, dos nuevas piezas en su repertorio, y la novedad era de agradecer, pues siempre tocan las mismas cinco sonatas, día tras día —ya sé que sus conciertos vespertinos están pensados para paseantes ocasionales, espontáneos, casuales, no para uno, que le gustan los conciertos gratis a diario—, sonatas algunas de ellas reconocibles al oído, pero que apenas si sé nombrar, como alguna de Beethoven, Bach o Vivaldi. De todas ellas, la más emocionante es, sin duda, la Primavera de Vivaldi. Lo es por el virtuosismo que debe demostrar el violín solista, sobre el que recae todo el peso de la sinfonía, por los violines secundarios, que se asemejan a ruiseñores que recibieran alborozados a la primavera, no en vano es un allegro, y por el resto de instrumentos, que abrazan y se funden con los violines con tanta belleza y una naturalidad tal que nadie puede permanecer indiferente. Por eso se forman grandes corros a su alrededor. A nadie le gusta la música clásica, pero nadie es capaz de ignorar las artes esenciales, primordiales, y pasar de largo, ésas que penetran por nuestros sentidos y violan los sellos de nuestro ser, haciendo cimbrear el alma a su paso.

El único que quedaba allí era el artista que pinta con pintura acrílica paisajes en baldosas de cerámica con los dedos. El pobre creo que vende poco su obra. En ocasiones el arte deviene en mero espectáculo, y la gente se para en torno a él, pero el interés reside en la ejecución del pintor, que con un par de dedos y un trapo esboza bonitas puestas de sol sobre las baldosas, pero la obra culminada, después de abandonar las manos del artista, pierde todo el sentido y vuelve a ser un cuadrado de barro frío e inerte que el pintor coloca en el suelo junto al resto de sus cuadros de cerámica sin vender, y la gente sigue su camino, sorprendidos por el portento, pero poco más. Supongo que si, en lugar de vender sus baldosas, colocara un cepillo de limosnas frente a sí, amortizaría un poco el tiempo y el esfuerzo, y quizá también el arte con el que uno nace, que en ocasiones es así de perro y desagradecido.

Continué mi camino a casa. Los viernes está uno especialmente cansado, la resaca del trabajo, de los largos paseos nocturnos y los madrugones al final pasa factura, y al final de la semana se es más un espectro que otra cosa. Iba arrastrándome casi, cuando vi, al torcer una esquina, a un chico joven, vestido un poco a lo yanqui, con gorra de béisbol y ropas anchas. Se le veía contento, sonriendo con satisfacción, y nada de eso me habría parecido anormal si no hubiera sido porque, al fijarme en su brazo derecho, vi que al final de su manga corta asomaba un muñón. He de confesar que me asombró el descubrimiento, uno jamás se espera esas cosas, le cogen desprevenido. Y lo que menos se espera es que el chaval vaya con esa cara de felicidad por la calle. Lo cierto es que supone una buena cura de humildad: lo cierto es que los problemas propios, al lado de los de ese chico se antojan vanos, caprichosos. Por otra parte, si él puede ser feliz, y a todas luces lo parecía, cualquiera puede serlo, y no me valen excusas. Bueno, al menos todo lo feliz que se puede ser cuando esa felicidad responde a una voluntad por sobreponerse a tanta tragedia.

Ay, la felicidad, ¿hasta qué punto es autosugestión, engaño, narcótico? Fui trasegando estos pensamientos mientras abría la puerta del portal y entraba en casa, hasta que me quedé traspuesto en el sofá delante del televisor.





La Primavera, de Vivaldi, dirigida por Hebert von Karajan

lunes, 25 de agosto de 2008

Esta noche no, flaca

Últimamente rajo más folios de los que escribo. Nada de lo que sale de las teclas y de la pluma me parece válido. La negrura de la noche tras las persianas bien podría compararse con el vacío que tiene uno en la cabeza. Te busco y no te encuentro, flaca. ¿Por quién me has abandonado esta noche?

Jodido aburrimiento. Me largo a la calle a respirar un poco de nocturnidad urbana.

Lo de siempre, pero diferente. Cada día el teatro del mundo vuelve a representar la misma función, pero nunca hay dos iguales. La calle hierve de vida incluso a estas horas de la noche, y se torna peligrosa, estimulante, embriagadora.

Madrid es una ciudad gris que lleva siglos buscando su propia identidad. Rompeolas de todas las Españas, que dijera el poeta que cantaba soledades. Un rompeolas en el que vienen a estrellarse quienes persiguen quimeras y fantasmas. Por eso es la ciudad de los sueños rotos. Por eso, en Madrid, sin haber mar, el viento siempre trae rumor de olas.

Porque Madrid siempre fue cobijo de ilusos, de melancólicos y bohemios, de quienes vieron morir su juventud entre el vino y las rosas de los sueños efímeros e inalcanzables.

A estas horas de la madrugada la mitad de Madrid duerme. La otra mitad despierta con los últimos estertores del crepúsculo, mientras la noche extiende su manto de sombras sobre la ciudad. Son las criaturas de la noche. Nada tiene que ver el mundo de los que desayunan café con porras a las ocho de la mañana con aquel otro que brota de las entrañas de la tierra cuando se funde el sol ardiente como oro reflejado en las vidrieras de los edificios de acero y hormigón. No se rigen por las mismas reglas. Hay quien dice que a Madrid le queda mejor el traje de noche; que, de hecho, es sólo noctívago, sonámbulo, crápula; que, de día, es sólo un cascarón sin alma, iluminado por los rayos beatíficos del sol, que dulcifican su expresión, a la espera de resurgir de su letargo.

Sin apenas darme cuenta, caminando despreocupado por callejas, he acabado en la Gran Vía. De noche la Gran Vía se le aparece a uno iluminada con tonos anaranjados de luz artificial, que se derraman sobre el asfalto y lo hacen brillar como contra natura. Esa inmensa calle sobrecoge profundamente bajo la luna por la belleza neoclásica y decadente de sus edificios, mordidos por las dentelladas del tiempo, también por su belleza feroz, trágica y patética bajo la luz espectral de las farolas, entre destellos de oro y plata, como petrificada en una eterna mueca desencajada de terror ante la mirada de la Gorgona. La Gran Vía traza la hipotenusa de ese extraordinario triángulo escaleno en el que bulle, sin posible parangón, el corazón de la ciudad, y en cuyos vértices se encuentran las plazas de Callao, de Chueca y la calle de Montera. Latiendo por sus principales arterias —las calles de Hortaleza, de Fuencarral, el barrio de Malasaña y la propia Gran Vía— pueden descubrirse todas las capas que conforman la jungla urbana de Madrid: gays y lesbianas, travestis de peluca y tacón imposible, fornidos adonis de camiseta de tirantes y tatuajes, chicas sáficas de incontables piercings en los labios cogidas de la mano, mujeres de saldo que guardan las esquinas, proxenetas que las rondan, inmigrantes, rumanos, chinos, latinos, marroquíes, negros, representaciones de todas las tribus urbanas, turistas perdidos, mochileros, vagabundos, indigentes envueltos en cartones, borrachos, yonkis, camellos, locos que gritan al cielo negro y amarillo, energúmenos que golpean cabinas de teléfonos, ancianas rebuscando en los contenedores de basura, grupos de jóvenes que esperan un taxi, famosillos de ortopedia, de usar y tirar, y demás esperpentos.

Hace frío. Me vuelvo a casa. Una de las chicas del Este apostadas en la acera me hace señales con la mano para que me acerque. Su piel es blanca, joven y azul. Le sonrío con ternura mientras declino su oferta. Esta noche no, flaca. Si uno fuese Humphrey Bogart se alzaría la solapa de la gabardina gris y se encendería un pitillo arrugando el gesto. En cambio, yo, que ni siquiera fumo, sólo puedo seguir mi camino con la cabeza gacha, los hombros encogidos y las manos vacías en los bolsillos, absorto en quimeras, como aquellos que se estrellan contra rompeolas, mientras aquella chica, que también escuchará un rumor lejano, como de mar, seguramente ya habrá olvidado mi cara.


Fotografía de Mauro A. Fuentes Álvarez

miércoles, 20 de agosto de 2008

Volver es vivir

Hoy, como ayer, como antaño, vuelvo, persiguiendo mi propio rastro, pisando sobre mis huellas marcadas de antes, a esa esquina de la calle del Carmen al filo de las ocho y media de la noche recién nacida, que cada día es más oscura. Pero hoy esa esquina está vacía, tan sólo un par de colillas retorcidas en el suelo delatan una terrible ausencia. El alma se me cae también al suelo y se arrumba junto a las colillas. Me quedo allí, como un pasmarote, en el mismo sitio donde aquel hombre que no está coloca la funda del violín que le sirve de cepillo para las donaciones de espectadores espontáneos y otros transeúntes. Mientras tanto, la gente pasa de largo en torno a mí. Los viernes el centro se torna en hormiguero y la caterva se apodera de sus calles, que dejan de ser de quienes las recorremos diariamente, del indigente nórdico de las escaleras del Cine Callao, del quiosquero de Gran Vía, de la chica de ojos eslavos, cristalinos y tristes que siempre espera en la calle de los Tudescos, del vendedor de tabaco de la calle de Jacometrezo, de los viejos hermanos heavies frente al desaparecido Madrid Rock, de la negra tirada en la esquina con Mesonero Romanos que siempre bebe cerveza en litrona, de los mimos de Preciados, de los verdes del panda estampado que siempre esquiva uno cuando le asaltan en su camino, del mendigo sin brazos que se pasea con un vaso de plástico entre los dientes haciendo sonar dos o tres monedas en su interior, de la vieja encorvada de garrote, velo y ropas enlutadas y añejas que pide silente la voluntad, del vendedor de los ciegos de Sol…

O del violinista de la esquina del Carmen. Sin él, sin su violín desgarrando el aire, la de hoy será una noche un poco más triste y solitaria.

Me rodeo, resignado a mi suerte, con las manos en los bolsillos del pantalón, el otoño se deja sentir en el viento, y continúo mi camino hacia la Puerta del Sol. Aún resuenan, sin embargo, en mi cabeza los ecos del tañido del violín del músico de negro del día anterior. Una vez más, vuelvo la vista atrás y el recuerdo me lleva a su antojo por túneles cegados del tiempo. Asisto, sin poder evitarlo, y esbozo una media sonrisa aquiescente y paternal, a los grandes momentos que me han traído hasta aquí, a estar donde estoy, a ser quien soy. Aparecen desdibujadas por el olvido algunas escenas de mi más temprana infancia, cuando desperté al mundo consciente, adquirí un criterio propio, me individualicé del resto de niños de mi edad y empecé a frecuentar a otros niños mayores que incluso me doblaban la edad. También surgen de repente otros recuerdos, siendo niño aún, de largos viajes que me hicieron madurar en exceso para mi edad, épocas en las que descubrí que nada importa nada, cuando pasé de ser un niño de sobresaliente a vivir de las rentas. La memoria es caprichosa. Más viajes. Son éstos fuente de conocimiento, de autoconocimiento. Viajes a tierras polvorientas y lejanas, de selvas y desiertos, en las que gané clarividencia, invulnerabilidad y poder.

Siento, ahora, cuando bajo la calle a contracorriente de la gente que se dirige a los centros comerciales, como si hubiera tocado fondo ―o techo, tanto monta―, que el mundo no alberga muchos más secretos ocultos. Es una sensación extraña, de cierto desasosiego. La existencia se muestra ante mí simple y mecánica en su complejidad, pues creo ―me permito el beneficio de la duda― saber el alcance real y lejano de las acciones propias y ajenas. Decía el Don Juan de Castaneda que la claridad es uno de los enemigos en el camino del conocimiento. Lo tengo presente. San Juan de la Cruz habla de la noche oscura del alma, sentimiento de profunda tristeza y soledad que sobreviene tras el descubrimiento último de altas verdades. No me tengo por tanto, pero en ocasiones dudo, y la incertidumbre me pesa, si la vida puede todavía ofrecerme algo más o si, por el contrario, ya está todo hecho.

Todo esto, lejos de apartarme del mundo o de relativizar mi visión de cuanto me rodea, ha obrado el efecto opuesto. De un tiempo a esta parte me apetece mezclarme con la vida, si es verdad que yo soy yo y mis circunstancias estoy dispuesto a desnudarme de ellas, a derrumbar los muros de protección, ir a pecho descubierto al encuentro de lo desconocido, desenvainar mi yo profundo y escrutar a tumba abierta en los sentimientos de quienes quiero, sean amigos, familiares o chicas. Y lo llevo a cabo. Y los resultados son sorprendentes. A esto me refería hace varios días cuando dije que me encontraba en un período pasional en todos los sentidos. Pocas cosas en la vida valoro más que mis amigos y mi familia, pocos momentos me llenan tanto como los que paso con ellos, de uno a uno o en grupo, perder el tiempo en su compañía entre conversaciones, risas y juegos de cartas durante largas tardes de café y bares.

Contrariamente a estos pensamientos, contradictorio que es uno, me siento feliz, en paz conmigo mismo, quizá pleno. Bien puede ser ésta una época que cambie en el futuro, no me cabe duda, la vida es cambio, el río siempre vuelve al cauce, de modo que espero estos cambios con las velas izadas, observando el horizonte vacío a la caza de vientos nuevos que más bien serán viejos.

sábado, 16 de agosto de 2008

Vivir es volver

Vivir es volver. Uno se esfuerza en avanzar, romper con el pasado, quemar sus naves sin mirar atrás, sin que le tiemble el pulso. Pero estamos condenados, inevitablemente, a volver. A veces imagino la vida como un conjunto infinito de círculos que se cruzan y se cortan entre sí, nunca concéntricos, en desorden siempre, que vamos siguiendo a lo largo de nuestros días y que se nos obliga a cerrar. Nadie le obliga a uno, sola la vida se impone, se atraviesa en nuestro camino para llevarnos a voluntad anudando cabos que antes uno había dejado sueltos. Tal vez la muerte nos alcance cuando no queden ya más círculos por cerrar.

Cada día vuelvo yo también a aquel lugar. Cada día, al salir del trabajo, cuando la noche tiñe de neones y sombras el centro de Madrid, regreso en busca del cabo que abandoné en una esquina de la calle del Carmen el día anterior, el mismo que dejé suelto dos años antes una noche gélida de diciembre y que hizo brotar las primeras palabras que se consignaron en este cuaderno.

Un hombre solitario vestido de negro entona allí hermosas melodías que arranca de un violín, cuyas cuerdas vibran al son de las caricias sostenidas del arco, que es prolongación natural de la mano del músico, emitiendo notas que se le clavan a uno en el alma y desentumecen el cuero cabelludo. A la música esencial, la que es genuina, nadie es ajeno, y la música que ese hombre extrae de su violín rezuma fragancias de tierra virgen, húmeda y fértil, remite al principio, a las alturas, a una época intemporal que hemos debido de olvidar, a la divinidad, a la inmortalidad. En otras ocasiones se rodea de otros músicos que acompañan a su violín solitario con otros violines, violas, chelos y contrabajos. Supongo que sus obligaciones les impedirán acudir todas las noches a su cita en la calle del Carmen, pero el violinista de negro nunca falla. Cada noche vuelve a la esquina donde acostumbra, al igual que volvemos también unos cuantos para escuchar el cálido lamento de su violín triste. Acodados en la baranda del gran centro comercial que se levanta a nuestra espalda, la vida parece adquirir algo de sentido, sus aristas se suavizan, se pulen, mientras la humedad aflora en los ojos.

Bajo la dulce y embriagadora sugestión de las sinfonías vuelvo, una vez más, buceando en la memoria, al lugar de donde vengo. Ahora, acodado en el muro que separa mi primer cuarto de siglo del resto de mi vida, el pasado se contempla con cierta nostalgia. La vida es hermosa, y este primer capítulo ha pasado rápido y me ha tratado bien, poco me ha quedado sin hacer, no se me ha puesto cuesta arriba, he conseguido todo aquello que me he propuesto con soltura y facilidad, aunque no por ello dejo de apreciarlo en su justo valor. Pero lo cierto es que poco importa demasiado, nada merece un desvelo. Todo tiene arreglo, y si no siempre curte la piel y acera el corazón, da perspectiva y amplía horizontes.

viernes, 15 de agosto de 2008

Cuaderno de Madrid


Gran Vía de Madrid

Madrid. Agosto. Hace tanto tiempo que no escribo que me tiembla un poco el pulso al garabatear estas líneas. Tan a menudo se me viene a la cabeza la obligación auto impuesta de escribir, que poco a poco se ha ido convirtiendo en un peso formidable para la conciencia. De repente hubo un vacío, el tintero se secó y uno, perplejo, dejó la pluma sobre la mesa y se fue a ver las ruedas rodar. Pienso que debemos tomar las cosas tal como vienen. Si el agua de una fuente deja de manar, volverá más tarde o más temprano, y si no, sólo nos quedará meternos las manos en los bolsillos y silbar la canción del pirata mientras buscamos agua en otra parte.

En estos meses ha sido eso lo que ha pasado, aunque dicho así es simplificar bastante. Cuando uno se deja llevar por la rutina, acaba acomodándose. Y en su momento acepté que las palabras ya no vinieran como antes solían. La cuestión es no resistirse, de modo que no forcé la maquinaria y colgué los lápices. Por un tiempo, me dije, hasta que se me aclarasen las ideas.

El viaje a la India quedaba ya lejos. Hacía semanas que había vuelto, con trece kilos menos, después de dos meses de vagabundear por caminos polvorientos. Una vez en España seguía escribiendo sobre aquel largo viaje, que de tan extenso en su redacción podría dar lugar incluso a un libro, cuando empecé a notar la sequía creativa. Quizá me mataba las musas el hecho de que mucho de lo que escribía en este cuaderno de bitácora eran, en muchos casos, meras transcripciones, un poco condimentadas, de lo redactado in situ durante los extravagantes —nunca mejor dicho— trayectos en autobús, en camión o en tren a través de tierras indias y nepalíes. Significaba redactar sobre textos previamente escritos, sin apenas aportar originalidad. Me aburrí, no sentía latir en esos textos el pulso de la creación.

Antes he dicho que también llegué a Nepal, donde anduve dos semanas gastando suela por sus montañas de rododendros, sus templos budistas y sus pueblos de gentes de paz. El día de antes de abandonar Benarés me di cuenta de que estábamos relativamente cerca de Nepal, así que, sin pensarlo demasiado, encaminamos nuestros pasos hacia el norte, adentrándonos en el Himalaya. Luego el viaje continuó por la India septentrional hacia el este hasta llegar a Darjeeling y Calcuta. Desde allí nos dirigimos hacia el sur, siguiendo en todo momento el sentido de las agujas del reloj, y nos dejamos caer por Bhubaneswar, Puri, Konarak, Bangalore, Belur, Halebid, Hampi, Goa y Bombay, entre muchos otros lugares.

El viaje fue tremendamente revelador, pero notaba que no poseía yo, en aquel momento, de regreso ya, el aliento suficiente ni necesario para relatarlo hasta su término. Existe, sin embargo, el diario de viaje, en el que vertí mis impresiones y pensamientos sin pulir sobre la marcha. Lo hice con gran disciplina en esos dos meses, pues era consciente de su importancia para mí, sobre todo la que adquiriría en el futuro. Sembrar entonces para cosechar quién sabe cuándo. No desecho ni desdeño la posibilidad de volver sobre este diario de aventuras. Simplemente hemos de esperar el momento propicio, si es que llega.

Tuvo que ver también, cuando llevaba algún tiempo sin escribir, abandonados ya los relatos indios, un cierto temor a volver a hacerlo. Después de tantas semanas sin juntar palabras, poco a poco me fui retando a mí mismo a que si volvía a desenfundar los lapiceros debía ser con algo sublime. Para no decir nada que mereciera la pena, mejor estarse quieto o salir a darse paseos, pensaba, no sin cierta crueldad hacia uno mismo. Entonces se llega a un callejón sin salida: si lo que uno escribe no vale, ¿qué sentido tiene ponerlo en negro sobre blanco? La respuesta acudió casi antes de que acabara de formularse la pregunta. El caso era que me moría por volver a escribir, que no podía luchar contra un deseo tan fuerte y que me desvelaba por las noches.

Y siempre a vueltas con la rutina, que es un cáncer infecto para la existencia, me había acostumbrado a lidiar con todas estas razones de peso con tal de no escribir. Siempre me contentaba con hacerme el propósito de escribir al día siguiente, y, claro, nunca ocurría. Decidí, pues, en ese mismo instante en que me encontraba de frente a la pared de mi propia conciencia, que la mejor forma de romper el hielo con la página en blanco y destruir el sortilegio de esta caprichosa búsqueda de lo sublime, era comenzar de la forma más simple posible. Un esfuerzo de sobriedad. Me dije, define tu mundo de hoy en dos palabras, y acudieron dos como relámpagos en medio de una noche de lluvia: Madrid, Agosto.

Y así es como da comienzo este cuaderno de Madrid, y cómo empieza de nuevo mi vida, porque, de un tiempo a esta parte, ésta no se concibe sin escribir. No me hago a la idea de cómo puede ser la vida sin dibujar en todo momento relatos imaginarios mientras vas en el metro, o escribir renglones a vuelapensamiento cuando caminas por la calle o tomas un café en una cafetería. Escribir se ha convertido en una condena, que es, sin embargo, gozosa, brinda cierta plenitud y paz de espíritu; y si un día no empuño papel y bolígrafo, se me echa encima la melancolía, que es dulce compañera, a pesar de todo, y las horas se hacen más cuesta arriba.