viernes, 15 de agosto de 2008

Cuaderno de Madrid


Gran Vía de Madrid

Madrid. Agosto. Hace tanto tiempo que no escribo que me tiembla un poco el pulso al garabatear estas líneas. Tan a menudo se me viene a la cabeza la obligación auto impuesta de escribir, que poco a poco se ha ido convirtiendo en un peso formidable para la conciencia. De repente hubo un vacío, el tintero se secó y uno, perplejo, dejó la pluma sobre la mesa y se fue a ver las ruedas rodar. Pienso que debemos tomar las cosas tal como vienen. Si el agua de una fuente deja de manar, volverá más tarde o más temprano, y si no, sólo nos quedará meternos las manos en los bolsillos y silbar la canción del pirata mientras buscamos agua en otra parte.

En estos meses ha sido eso lo que ha pasado, aunque dicho así es simplificar bastante. Cuando uno se deja llevar por la rutina, acaba acomodándose. Y en su momento acepté que las palabras ya no vinieran como antes solían. La cuestión es no resistirse, de modo que no forcé la maquinaria y colgué los lápices. Por un tiempo, me dije, hasta que se me aclarasen las ideas.

El viaje a la India quedaba ya lejos. Hacía semanas que había vuelto, con trece kilos menos, después de dos meses de vagabundear por caminos polvorientos. Una vez en España seguía escribiendo sobre aquel largo viaje, que de tan extenso en su redacción podría dar lugar incluso a un libro, cuando empecé a notar la sequía creativa. Quizá me mataba las musas el hecho de que mucho de lo que escribía en este cuaderno de bitácora eran, en muchos casos, meras transcripciones, un poco condimentadas, de lo redactado in situ durante los extravagantes —nunca mejor dicho— trayectos en autobús, en camión o en tren a través de tierras indias y nepalíes. Significaba redactar sobre textos previamente escritos, sin apenas aportar originalidad. Me aburrí, no sentía latir en esos textos el pulso de la creación.

Antes he dicho que también llegué a Nepal, donde anduve dos semanas gastando suela por sus montañas de rododendros, sus templos budistas y sus pueblos de gentes de paz. El día de antes de abandonar Benarés me di cuenta de que estábamos relativamente cerca de Nepal, así que, sin pensarlo demasiado, encaminamos nuestros pasos hacia el norte, adentrándonos en el Himalaya. Luego el viaje continuó por la India septentrional hacia el este hasta llegar a Darjeeling y Calcuta. Desde allí nos dirigimos hacia el sur, siguiendo en todo momento el sentido de las agujas del reloj, y nos dejamos caer por Bhubaneswar, Puri, Konarak, Bangalore, Belur, Halebid, Hampi, Goa y Bombay, entre muchos otros lugares.

El viaje fue tremendamente revelador, pero notaba que no poseía yo, en aquel momento, de regreso ya, el aliento suficiente ni necesario para relatarlo hasta su término. Existe, sin embargo, el diario de viaje, en el que vertí mis impresiones y pensamientos sin pulir sobre la marcha. Lo hice con gran disciplina en esos dos meses, pues era consciente de su importancia para mí, sobre todo la que adquiriría en el futuro. Sembrar entonces para cosechar quién sabe cuándo. No desecho ni desdeño la posibilidad de volver sobre este diario de aventuras. Simplemente hemos de esperar el momento propicio, si es que llega.

Tuvo que ver también, cuando llevaba algún tiempo sin escribir, abandonados ya los relatos indios, un cierto temor a volver a hacerlo. Después de tantas semanas sin juntar palabras, poco a poco me fui retando a mí mismo a que si volvía a desenfundar los lapiceros debía ser con algo sublime. Para no decir nada que mereciera la pena, mejor estarse quieto o salir a darse paseos, pensaba, no sin cierta crueldad hacia uno mismo. Entonces se llega a un callejón sin salida: si lo que uno escribe no vale, ¿qué sentido tiene ponerlo en negro sobre blanco? La respuesta acudió casi antes de que acabara de formularse la pregunta. El caso era que me moría por volver a escribir, que no podía luchar contra un deseo tan fuerte y que me desvelaba por las noches.

Y siempre a vueltas con la rutina, que es un cáncer infecto para la existencia, me había acostumbrado a lidiar con todas estas razones de peso con tal de no escribir. Siempre me contentaba con hacerme el propósito de escribir al día siguiente, y, claro, nunca ocurría. Decidí, pues, en ese mismo instante en que me encontraba de frente a la pared de mi propia conciencia, que la mejor forma de romper el hielo con la página en blanco y destruir el sortilegio de esta caprichosa búsqueda de lo sublime, era comenzar de la forma más simple posible. Un esfuerzo de sobriedad. Me dije, define tu mundo de hoy en dos palabras, y acudieron dos como relámpagos en medio de una noche de lluvia: Madrid, Agosto.

Y así es como da comienzo este cuaderno de Madrid, y cómo empieza de nuevo mi vida, porque, de un tiempo a esta parte, ésta no se concibe sin escribir. No me hago a la idea de cómo puede ser la vida sin dibujar en todo momento relatos imaginarios mientras vas en el metro, o escribir renglones a vuelapensamiento cuando caminas por la calle o tomas un café en una cafetería. Escribir se ha convertido en una condena, que es, sin embargo, gozosa, brinda cierta plenitud y paz de espíritu; y si un día no empuño papel y bolígrafo, se me echa encima la melancolía, que es dulce compañera, a pesar de todo, y las horas se hacen más cuesta arriba.

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