sábado, 16 de agosto de 2008

Vivir es volver

Vivir es volver. Uno se esfuerza en avanzar, romper con el pasado, quemar sus naves sin mirar atrás, sin que le tiemble el pulso. Pero estamos condenados, inevitablemente, a volver. A veces imagino la vida como un conjunto infinito de círculos que se cruzan y se cortan entre sí, nunca concéntricos, en desorden siempre, que vamos siguiendo a lo largo de nuestros días y que se nos obliga a cerrar. Nadie le obliga a uno, sola la vida se impone, se atraviesa en nuestro camino para llevarnos a voluntad anudando cabos que antes uno había dejado sueltos. Tal vez la muerte nos alcance cuando no queden ya más círculos por cerrar.

Cada día vuelvo yo también a aquel lugar. Cada día, al salir del trabajo, cuando la noche tiñe de neones y sombras el centro de Madrid, regreso en busca del cabo que abandoné en una esquina de la calle del Carmen el día anterior, el mismo que dejé suelto dos años antes una noche gélida de diciembre y que hizo brotar las primeras palabras que se consignaron en este cuaderno.

Un hombre solitario vestido de negro entona allí hermosas melodías que arranca de un violín, cuyas cuerdas vibran al son de las caricias sostenidas del arco, que es prolongación natural de la mano del músico, emitiendo notas que se le clavan a uno en el alma y desentumecen el cuero cabelludo. A la música esencial, la que es genuina, nadie es ajeno, y la música que ese hombre extrae de su violín rezuma fragancias de tierra virgen, húmeda y fértil, remite al principio, a las alturas, a una época intemporal que hemos debido de olvidar, a la divinidad, a la inmortalidad. En otras ocasiones se rodea de otros músicos que acompañan a su violín solitario con otros violines, violas, chelos y contrabajos. Supongo que sus obligaciones les impedirán acudir todas las noches a su cita en la calle del Carmen, pero el violinista de negro nunca falla. Cada noche vuelve a la esquina donde acostumbra, al igual que volvemos también unos cuantos para escuchar el cálido lamento de su violín triste. Acodados en la baranda del gran centro comercial que se levanta a nuestra espalda, la vida parece adquirir algo de sentido, sus aristas se suavizan, se pulen, mientras la humedad aflora en los ojos.

Bajo la dulce y embriagadora sugestión de las sinfonías vuelvo, una vez más, buceando en la memoria, al lugar de donde vengo. Ahora, acodado en el muro que separa mi primer cuarto de siglo del resto de mi vida, el pasado se contempla con cierta nostalgia. La vida es hermosa, y este primer capítulo ha pasado rápido y me ha tratado bien, poco me ha quedado sin hacer, no se me ha puesto cuesta arriba, he conseguido todo aquello que me he propuesto con soltura y facilidad, aunque no por ello dejo de apreciarlo en su justo valor. Pero lo cierto es que poco importa demasiado, nada merece un desvelo. Todo tiene arreglo, y si no siempre curte la piel y acera el corazón, da perspectiva y amplía horizontes.

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