O del violinista de la esquina del Carmen. Sin él, sin su violín desgarrando el aire, la de hoy será una noche un poco más triste y solitaria.
Me rodeo, resignado a mi suerte, con las manos en los bolsillos del pantalón, el otoño se deja sentir en el viento, y continúo mi camino hacia la Puerta del Sol. Aún resuenan, sin embargo, en mi cabeza los ecos del tañido del violín del músico de negro del día anterior. Una vez más, vuelvo la vista atrás y el recuerdo me lleva a su antojo por túneles cegados del tiempo. Asisto, sin poder evitarlo, y esbozo una media sonrisa aquiescente y paternal, a los grandes momentos que me han traído hasta aquí, a estar donde estoy, a ser quien soy. Aparecen desdibujadas por el olvido algunas escenas de mi más temprana infancia, cuando desperté al mundo consciente, adquirí un criterio propio, me individualicé del resto de niños de mi edad y empecé a frecuentar a otros niños mayores que incluso me doblaban la edad. También surgen de repente otros recuerdos, siendo niño aún, de largos viajes que me hicieron madurar en exceso para mi edad, épocas en las que descubrí que nada importa nada, cuando pasé de ser un niño de sobresaliente a vivir de las rentas. La memoria es caprichosa. Más viajes. Son éstos fuente de conocimiento, de autoconocimiento. Viajes a tierras polvorientas y lejanas, de selvas y desiertos, en las que gané clarividencia, invulnerabilidad y poder.
Siento, ahora, cuando bajo la calle a contracorriente de la gente que se dirige a los centros comerciales, como si hubiera tocado fondo ―o techo, tanto monta―, que el mundo no alberga muchos más secretos ocultos. Es una sensación extraña, de cierto desasosiego. La existencia se muestra ante mí simple y mecánica en su complejidad, pues creo ―me permito el beneficio de la duda― saber el alcance real y lejano de las acciones propias y ajenas. Decía el Don Juan de Castaneda que la claridad es uno de los enemigos en el camino del conocimiento. Lo tengo presente. San Juan de la Cruz habla de la noche oscura del alma, sentimiento de profunda tristeza y soledad que sobreviene tras el descubrimiento último de altas verdades. No me tengo por tanto, pero en ocasiones dudo, y la incertidumbre me pesa, si la vida puede todavía ofrecerme algo más o si, por el contrario, ya está todo hecho.
Todo esto, lejos de apartarme del mundo o de relativizar mi visión de cuanto me rodea, ha obrado el efecto opuesto. De un tiempo a esta parte me apetece mezclarme con la vida, si es verdad que yo soy yo y mis circunstancias estoy dispuesto a desnudarme de ellas, a derrumbar los muros de protección, ir a pecho descubierto al encuentro de lo desconocido, desenvainar mi yo profundo y escrutar a tumba abierta en los sentimientos de quienes quiero, sean amigos, familiares o chicas. Y lo llevo a cabo. Y los resultados son sorprendentes. A esto me refería hace varios días cuando dije que me encontraba en un período pasional en todos los sentidos. Pocas cosas en la vida valoro más que mis amigos y mi familia, pocos momentos me llenan tanto como los que paso con ellos, de uno a uno o en grupo, perder el tiempo en su compañía entre conversaciones, risas y juegos de cartas durante largas tardes de café y bares.
Contrariamente a estos pensamientos, contradictorio que es uno, me siento feliz, en paz conmigo mismo, quizá pleno. Bien puede ser ésta una época que cambie en el futuro, no me cabe duda, la vida es cambio, el río siempre vuelve al cauce, de modo que espero estos cambios con las velas izadas, observando el horizonte vacío a la caza de vientos nuevos que más bien serán viejos.
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