domingo, 28 de septiembre de 2008

Madrid blues

Las noches de Madrid son infinitas. Igual que las cabras siempre tiran para el monte, uno, que es de natural noctámbulo, tira invariablemente hacia las calles en busca de nada en particular, salvo el mero influjo de deambular entre espectros bajo la luz anaranjada de las farolas y respirar el aroma fresco a humo y tierra mojada de las madrugadas de otoño. Había oído hablar de un local de jazz cercano que no conocía, el Café Populart, y que no estaba muy lejos de mi casa. Hacía tiempo que el reloj había doblado la medianoche: era la hora perfecta. Me abrigué y me eché a la calle.

Pocos placeres hay como vagar sin rumbo por los bulevares sombríos y desiertos de Madrid a la luz de la luna, tan sólo alumbrados en nuestro lento caminar por neones y el haz ocasional del faro de un coche que nos sorprende por la espalda y se aleja por la avenida. Pero aquella noche no iba a la deriva, sino que me dirigía a la calle Huertas 22. Caminaba bajo el viento frío de octubre, cortante como cristal helado, arrebujado entre las solapas del abrigo, las manos en los bolsillos. No había un alma con quien cruzarse. Sólo le envolvía a uno, en el silencio urbano, lo único que le diferenciaba de uno de esos espectros con los que de tanto en tanto se cruzaba, el ritmo acompasado de sus propios pasos. A lo lejos se oía ruido de tráfico, muy lejos. Más lejos aún, el aullido apagado de un perro.

Pude ver desde la lejanía el inmenso cartel con el nombre de Café Populart sobre la fachada negra. Sabía que en este garito la música en directo suena hasta altas horas de la madrugada, por eso había ido, y doy fe de que desde la calle podían oírse los graves del concierto. Franqueé la doble puerta acristalada de la entrada y me quedé pasmado. El local estaba lleno, en plena madrugada. En la barra se agolpaba una marabunta que intentaba pedir alguna consumición, y en los asientos alrededor de los veladores pensar en sentarse suponía una entelequia. Sólo se veían tíos trajeados y turistas. Allí no cabía un alfiler. No era ésa precisamente la idea que tenía uno de un bar de jazz, aquello más bien parecía un bar de copas, un pub, cualquier cosa menos un local de jazz. Además, tocaba un grupo de blues bastante malo, tanto que incluso el guitarra solista se reía, por no llorar, de lo mal que tocaba. Me quedé cinco minutos oteando el ambiente desde la puerta, por si mi primera apreciación había sido errónea. Aquel guitarrista tenía cinco minutos para demostrar si sabía hacer algo. Pero no lo consiguió.

Salí de aquel antro atestado de pijos y guiris. Estaba lloviendo. No me quedó más remedio que calarme la chaqueta y encoger el cuello mientras caminaba bajo la lluvia. Un bohemio en remojo por el barrio de las Letras, no se habrá visto gesto más estético. El pavimento brillaba a la luz pálida y opaca de las farolas. Llegué a la altura del Café Central, uno de los locales madrileños de mayor tradición jazzística, en la plaza del Ángel 10, pero los carteles rezaban que los conciertos tenían lugar sólo de diez a doce de la noche. Demasiado tarde, forastero.

Sopesé la posibilidad de marcharme a casa, la noche parecía no dar para más. La lluvia arreciaba, pero qué más da cuando ya estás empapado. La lluvia y la noche acaso estén pensadas para el consuelo de los perdedores, y poco más cabía perder en aquel momento. De modo que enfilé la calle Preciados arriba, cruzando por Sol, hacia Jacometrezo, calle que alberga al Café Berlín, que hacía tiempo que no visitaba. El Berlín es un lugar con estilo, de gran elegancia y calidez. Subí las escaleras que conducen a la primera planta, donde se celebran los conciertos, pero se me nubló el ánimo al ver que los músicos ya estaban recogiendo. La estancia estaba vacía, sólo un joven permanecía sentado ante su velador con la mirada perdida tras los acordes de las canciones grabadas que reproducián los altavoces.

Me senté en la barra, y le pregunté al camarero si habría algún pase más aquella noche. Me contó que la última actuación acababa de finalizar apenas tres minutos antes. Maldije mi suerte. Le pedí una copa, al menos la música ambiente no estaba mal. Continué conversando con el barman, que no sería mucho mayor que yo. Me interesé por sus gustos musicales. Él se confesó amante del jazz, claro, más cercano al clásico que a los nuevos sonidos y fusiones. Uno siempre ha tenido el sueño de trabajar como barman en un local de jazz como el Café Berlín, un bar con una atmósfera como la que se respira allí: delicada, seductora, refugio de la melancolía. En el otro extremo del salón estaba el escenario, con un hermoso piano de cola de vetas oscuras cromadas en la madera, un contrabajo en el suelo y una guitarra apoyada en la pared. Siempre me había figurado un bar de jazz de este modo, tal como lo tenía ante mis ojos: un par de solitarios trasnochados bebiéndose su tragedia con mucho hielo, un barman indulgente que rellene los vasos con whisky, la luz tenue de los veladores por toda iluminación y un pianista que arrancara quejidos luctuosos del piano. Lástima que los músicos ya hubieran acabado aquella noche.

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