viernes, 15 de febrero de 2008

Frío en los pantalones


Las nueve de la mañana. Un frío de perros. Un frío que paraliza las articulaciones, tanto que el mero roce de las piernas con los pantalones le hace a uno estremecer. Frío, frío, frío: si se repite muchas veces una palabra al final deja de tener significado y se desvanece como el vaho del aliento. Pero esta ola de frío glacial para desayunar con la que Madrid se despereza no desaperece, al contrario, le tira a uno de las orejas para que no dé un solo paso sin acordarse de ella. En la calle no se puede estar, pero aguanto como puedo el tirón caminando con las manos en los bolsillos por las avenidas de esta ciudad tiznada de gris. Parece una vieja fotografía en blanco y negro descolorida, ahumada. Me acerco a la Cuesta de Moyano, que ahora está en el Paseo del Prado, al lado de la Plaza de Atocha, pero las casetas, salvo una, están todavía cerradas. Es lo que tiene ser librero de caseta, uno tendría incluso que agradecer que abrieran el puesto en un día como el de hoy.

Me meto en un bar a esperar a que abran los libreros, los garitas de la Cuesta bien a la vista. Olor a cortezas de cerdo al entrar. Típico bar de bocadillos de calamares, un poco anticuado, en las paredes aún perdura el empapelado de pared a cuadros típico de hace treinta años.

Buenos días, un café con leche. El camarero me lo sirve en la barra y me siento en una de las mesas. El barman y yo somos los únicos habitantes del local. Vierto el azúcar en el vaso y remuevo el café. Hace frío. El bar tiene una rejilla que hace las veces de respiradero, y así el aire entra libremente y se le clava a uno en los pies. Se me viene a la mente la película de Los intocables de Eliot Ness y la imagen de Sean Connery recomendando a sus compañeros, congelados de frío, haciendo guardia en una garita en medio de ninguna parte, que golpeen el suelo con los pies para entrar en calor. Sigo el consejo de Connery y sacudo el pie contra las baldosas amarillentas del bar. En la radio se escucha a Federico Jiménez Losantos mal sintonizado. Todo en esta taberna resulta un tanto cutre, rancio y descorazonador, quizá no tendría uno que haberse levantado tan temprano.

Entra un repartidor. El camarero hace sus pedidos: tres botellas de vermú, otras tantas de anís seco, del Mono, claro, eso no se pregunta, y queso de cabra curado, y que pique, que está de puta madre el muy cabrón. Llega un joven muy alto, todo vestido de negro con una larga gabardina, tiene gafas oscuras y el pelo largo castaño recogido en una coleta. Pide dos latas de cerveza sin alcohol. Es extranjero: alemán, tal vez. No hay sin alcohol. Pues normales, contesta el forastero, arrastrando unas eses finales un poco bífidas. ¿San Miguel?, inquiere el barman. No parece haber ninguna objeción por la marca. El joven de luto se marcha tal como vino con sus dos latas de cerveza en la mano a las nueve y media de la mañana. Espero que no se las tome para desayunar.

De nuevo nos quedamos solos el camarero y yo en el bar, y el constante parloteo de la radio. Van a dar las diez, llevo una hora aquí y las casetas de libros no abren. En cierto modo lo comprendo, no se puede abrir un puesto de libros al aire libre con estas temperaturas. Es un suicidio. El barman veo que me mira de mala forma, normal si llevo una hora con un solo café y escribiendo sin parar. La gente suele ponerse muy nerviosa cuando hay alguien escribiendo cerca. Recojo mis bártulos y me largo.

Cruzo la calle mientras siento secárseme los tuétanos en los huesos. El frío es tan afilado que lo corta todo a su paso y quema la piel. Aun así, resuelvo seguir mi camino hacia los tenderetes de libros. Sólo hay cuatro mal contados abiertos. Me dirijo al primero y miro los libros expuestos: son todos actuales, nada de libros viejos, descatalogados o de lance. Carecen de interés. Sigo mi camino por la hilera de casetas cerradas hasta el siguiente puesto abierto, cincuenta metros más allá. Desde la lejanía se atisba una buena caterva de hombres, sólo hombres, maduros, merodeando entre la caseta y el expositor frente a ésta. Repasan con rapidez y pericia, con movimientos digitales medidos, los libros colocados en batería, muchos con los periódicos del día bajo el brazo, todos con el semblante grave, sombrío, como el jugador pendiente del resultado de una apuesta. Uno, que ya conoce las reglas del juego de libreros y bibliófilos, sabe que esos hombres esperan desde primera hora a que el librero, que debe de ser de los de vocación por abrir en días gélidos como hoy, vaya sacando a lo largo de la mañana ejemplares raros y primeras ediciones provenientes de una punta de libros que tiene guardados en cajas de cartón reutilizadas, libros que habrá conseguido en alguna razia, tras la muerte de algún intelectual, orquestada por los herederos del infeliz, que sólo ven en la biblioteca polvorienta y cuarteada del abuelo simples libros viejos que servirán bien como pasto de las llamas para encender la chimenea en invierno, aunque si se les puede sacar algo malvendiéndolos a los carroñeros que acuden raudos a los despojos cuando el muerto está aún de cuerpo presente, mejor.

Noto cómo me fallan las rodillas por el frío terrible que no da cuartel. Me retiro. Me voy a cualquiera de esas librerías enormes de la Gran Vía con calefacción. Dejo a los lobos husmeando la madriguera de su presa.