miércoles, 15 de octubre de 2008

Domingo en Madrid

Los domingos en Madrid me son un poco desconocidos. Si la vida le coge a uno en Madrid en domingo, y no en el pueblo, lo normal es que vea el día pasar desde la seguridad de su ventana del tercer piso. Los domingos son jornadas de resaca, de alcohol o de rutinas, tanto da, pero resacas al fin y al cabo. Apetece más vegetar en el sofá, papar moscas, rascarse la barriga, revolverse entre cojines, que desperezarse, desentumecer el cerebro y tratar de recuperar el ritmo que tenemos el resto de la semana. A veces me asalta una pregunta, siempre la misma, algunos domingos: si las circunstancias no nos obligaran a levantarnos de la cama, ¿nuestra vida sería como un domingo perpetuo? No me lo quiero imaginar, me asusta la respuesta, prefiero pensar que estas modorras son sólo exclusivas de los domingos, de la misma forma que siempre hace sol en domingo, sea verano o invierno, noviembre o abril.

Y como el sol invita a volar a los soñadores con alas de cera, me eché a la calle con alegría, a pesar del gripazo que me asomaba por la nariz.

Un domingo en Madrid no hay mucho que hacer. La opción más popular y socorrida, sobre todo para quienes les toca hacer de padres, es la de encerrarse todo el día en un centro comercial y zamparse un paquete de ocio familiar consistente en bolera, compras, comida rápida, máquinas recreativas y cine con palomitas. Da miedo pensarlo. A otra cosa.

Salvo la obligada visita a los eminentes museos de Madrid, yo aún tengo alguna pendiente, lo único que le queda al madrileño, oriundo o de adopción, es el Rastro. Cada domingo todo Madrid se apelotona entre la Plaza de Cascorro, la Ronda de Toledo y las calles de Ribera de Curtidores, Embajadores y otras aledañas para no se sabe exactamente qué, porque el turismo ha convertido al viejo Rastro de los gitanos, los bohemios y los artistas en un parque temático, en una franquicia de El Corte Inglés. Los precios son abusivos para ser artículos que se venden a ras de suelo en puestos de mala muerte, pero el problema es que se venden sin demasiada dificultad. Así están las cosas. Lo mismo ocurre ya en el Gran Bazar de Estambul. Uno esperaba descubrir en Estambul una ciudad mágica de alfombras voladoras y cuevas de Alí Babá, tesoros vendidos como baratijas, lámparas maravillosas extraviadas entre la chatarra, pero lo cierto es que llegaron a pedirme, después de mucho regatear, treinta euros por una alfombrilla de cuarto de baño. Otro parque temático. Aquellos turcos sabían que ningún rostro pálido se iría a casa sin souvenir. El turismo, que todo lo corrompe.

Hace mucho tiempo también que me desencanté con el Rastro, aunque conseguí, sin embargo, a modo de desquite, sacarle a un gitano una alfombra enorme, de más de dos metros, por los treinta euros que me pedía aquel turco de gesto torcido de Estambul por el trapo para los pies. Aun así, existen todavía los viejos tenderos de toda la vida, los que levantan el puesto cuando las farolas se van apagando y los gorriones pían sobre los tejados, cuando la Plaza de Tirso de Molina empieza a oler a alba y a flores y el frío de las primeras luces se desayuna con aroma a café con porras. Son los vendedores de libros rancios y desgastados, los revendedores de mercancía de dudosa procedencia, los comerciantes de fósiles falsos, los anticuarios que exponen género envejecido con amonio, los tratantes de pájaros, los marchantes de cuadros sin valor… En el Rastro, que es el reino del pícaro, todo se vende, todo se compra.

Y el reino del pícaro es el paraíso del carterista. Es gracioso toparse de vez en cuando a un tipo andrajoso corriendo entre los puestos, esquivando a la gente, perseguido de cerca por un guiri pecoso y rubicundo (también furibundo). Cosas del Rastro. Acto seguido, se vuelve uno y se encuentra de frente con los Hare Krishnas, que suben la calle en procesión bailando y elevando sus cánticos entre la marabunta, que asiste divertida a la escena.

Y si tantas emociones le han abierto el apetito, el buen turista no debería desperdiciar la ocasión de probar las proverbiales tostas de las calles empinadas que salen de la Ronda de Toledo. Con suerte, después de haber esperado apenas media hora de cola, podrá degustar su exquisita y grasienta tosta de salmón, boquerones en vinagre o sardinas, entre muchas otras deliciosas variedades. Sin duda causan furor entre la extranjería que nos visita.

No sé por qué he acabado hablando del Rastro, si yo pasé de largo aquel domingo, evitando la corriente humana, y me perdí en la grisura, entre los árboles desnudos de los bulevares recoletos de Madrid.

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