lunes, 22 de septiembre de 2008

Allegro de Otoño

Cuando llegué aquella noche de viernes, los músicos ya se habían marchado, o tal vez ni siquiera hubieran venido a tocar aquella tarde. Nunca lo sabré. Me había entretenido tocando el piano en casa de un amigo después de salir de trabajar. Se trataba de un piano de cola majestuoso, un Kohler & Campbell negro, demasiado hermoso como para sustraerse de la tentación y el placer inolvidable de posar los dedos sobre sus teclas. No todos los días tiene uno oportunidades como ésta de sentarse ante un piano de cola. Empecé tocándolo como con miedo, tanteando el instrumento con cuidado, tentando suavemente acordes, que reverberaban con timbre antiguo y algo desafinado. La música entonces envolvió la estancia y me dejé embriagar, como si fuese un virtuoso, por su sabor a madera vieja, por la pulsión de los tonos graves, firmes y severos, y de los agudos, delicados al tacto, finos al oído. Sobrecogido por la magia del momento, tuve que cerrar la tapa de protección del teclado, más habría sido excesivo para los sentidos, y me marché de allí, más bien huí, con los ojos aún humedecidos.

Aquella noche no escuché rumor de sinfonías desde la lejanía de la calle del Carmen como cada atardecer. Una pena, porque los últimos días solían reunirse hasta seis músicos en total: tres violines, una viola, un chelo y un contrabajo, bajo los soportales del centro comercial. La tarde anterior habían introducido, además, dos nuevas piezas en su repertorio, y la novedad era de agradecer, pues siempre tocan las mismas cinco sonatas, día tras día —ya sé que sus conciertos vespertinos están pensados para paseantes ocasionales, espontáneos, casuales, no para uno, que le gustan los conciertos gratis a diario—, sonatas algunas de ellas reconocibles al oído, pero que apenas si sé nombrar, como alguna de Beethoven, Bach o Vivaldi. De todas ellas, la más emocionante es, sin duda, la Primavera de Vivaldi. Lo es por el virtuosismo que debe demostrar el violín solista, sobre el que recae todo el peso de la sinfonía, por los violines secundarios, que se asemejan a ruiseñores que recibieran alborozados a la primavera, no en vano es un allegro, y por el resto de instrumentos, que abrazan y se funden con los violines con tanta belleza y una naturalidad tal que nadie puede permanecer indiferente. Por eso se forman grandes corros a su alrededor. A nadie le gusta la música clásica, pero nadie es capaz de ignorar las artes esenciales, primordiales, y pasar de largo, ésas que penetran por nuestros sentidos y violan los sellos de nuestro ser, haciendo cimbrear el alma a su paso.

El único que quedaba allí era el artista que pinta con pintura acrílica paisajes en baldosas de cerámica con los dedos. El pobre creo que vende poco su obra. En ocasiones el arte deviene en mero espectáculo, y la gente se para en torno a él, pero el interés reside en la ejecución del pintor, que con un par de dedos y un trapo esboza bonitas puestas de sol sobre las baldosas, pero la obra culminada, después de abandonar las manos del artista, pierde todo el sentido y vuelve a ser un cuadrado de barro frío e inerte que el pintor coloca en el suelo junto al resto de sus cuadros de cerámica sin vender, y la gente sigue su camino, sorprendidos por el portento, pero poco más. Supongo que si, en lugar de vender sus baldosas, colocara un cepillo de limosnas frente a sí, amortizaría un poco el tiempo y el esfuerzo, y quizá también el arte con el que uno nace, que en ocasiones es así de perro y desagradecido.

Continué mi camino a casa. Los viernes está uno especialmente cansado, la resaca del trabajo, de los largos paseos nocturnos y los madrugones al final pasa factura, y al final de la semana se es más un espectro que otra cosa. Iba arrastrándome casi, cuando vi, al torcer una esquina, a un chico joven, vestido un poco a lo yanqui, con gorra de béisbol y ropas anchas. Se le veía contento, sonriendo con satisfacción, y nada de eso me habría parecido anormal si no hubiera sido porque, al fijarme en su brazo derecho, vi que al final de su manga corta asomaba un muñón. He de confesar que me asombró el descubrimiento, uno jamás se espera esas cosas, le cogen desprevenido. Y lo que menos se espera es que el chaval vaya con esa cara de felicidad por la calle. Lo cierto es que supone una buena cura de humildad: lo cierto es que los problemas propios, al lado de los de ese chico se antojan vanos, caprichosos. Por otra parte, si él puede ser feliz, y a todas luces lo parecía, cualquiera puede serlo, y no me valen excusas. Bueno, al menos todo lo feliz que se puede ser cuando esa felicidad responde a una voluntad por sobreponerse a tanta tragedia.

Ay, la felicidad, ¿hasta qué punto es autosugestión, engaño, narcótico? Fui trasegando estos pensamientos mientras abría la puerta del portal y entraba en casa, hasta que me quedé traspuesto en el sofá delante del televisor.





La Primavera, de Vivaldi, dirigida por Hebert von Karajan

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