lunes, 25 de agosto de 2008

Esta noche no, flaca

Últimamente rajo más folios de los que escribo. Nada de lo que sale de las teclas y de la pluma me parece válido. La negrura de la noche tras las persianas bien podría compararse con el vacío que tiene uno en la cabeza. Te busco y no te encuentro, flaca. ¿Por quién me has abandonado esta noche?

Jodido aburrimiento. Me largo a la calle a respirar un poco de nocturnidad urbana.

Lo de siempre, pero diferente. Cada día el teatro del mundo vuelve a representar la misma función, pero nunca hay dos iguales. La calle hierve de vida incluso a estas horas de la noche, y se torna peligrosa, estimulante, embriagadora.

Madrid es una ciudad gris que lleva siglos buscando su propia identidad. Rompeolas de todas las Españas, que dijera el poeta que cantaba soledades. Un rompeolas en el que vienen a estrellarse quienes persiguen quimeras y fantasmas. Por eso es la ciudad de los sueños rotos. Por eso, en Madrid, sin haber mar, el viento siempre trae rumor de olas.

Porque Madrid siempre fue cobijo de ilusos, de melancólicos y bohemios, de quienes vieron morir su juventud entre el vino y las rosas de los sueños efímeros e inalcanzables.

A estas horas de la madrugada la mitad de Madrid duerme. La otra mitad despierta con los últimos estertores del crepúsculo, mientras la noche extiende su manto de sombras sobre la ciudad. Son las criaturas de la noche. Nada tiene que ver el mundo de los que desayunan café con porras a las ocho de la mañana con aquel otro que brota de las entrañas de la tierra cuando se funde el sol ardiente como oro reflejado en las vidrieras de los edificios de acero y hormigón. No se rigen por las mismas reglas. Hay quien dice que a Madrid le queda mejor el traje de noche; que, de hecho, es sólo noctívago, sonámbulo, crápula; que, de día, es sólo un cascarón sin alma, iluminado por los rayos beatíficos del sol, que dulcifican su expresión, a la espera de resurgir de su letargo.

Sin apenas darme cuenta, caminando despreocupado por callejas, he acabado en la Gran Vía. De noche la Gran Vía se le aparece a uno iluminada con tonos anaranjados de luz artificial, que se derraman sobre el asfalto y lo hacen brillar como contra natura. Esa inmensa calle sobrecoge profundamente bajo la luna por la belleza neoclásica y decadente de sus edificios, mordidos por las dentelladas del tiempo, también por su belleza feroz, trágica y patética bajo la luz espectral de las farolas, entre destellos de oro y plata, como petrificada en una eterna mueca desencajada de terror ante la mirada de la Gorgona. La Gran Vía traza la hipotenusa de ese extraordinario triángulo escaleno en el que bulle, sin posible parangón, el corazón de la ciudad, y en cuyos vértices se encuentran las plazas de Callao, de Chueca y la calle de Montera. Latiendo por sus principales arterias —las calles de Hortaleza, de Fuencarral, el barrio de Malasaña y la propia Gran Vía— pueden descubrirse todas las capas que conforman la jungla urbana de Madrid: gays y lesbianas, travestis de peluca y tacón imposible, fornidos adonis de camiseta de tirantes y tatuajes, chicas sáficas de incontables piercings en los labios cogidas de la mano, mujeres de saldo que guardan las esquinas, proxenetas que las rondan, inmigrantes, rumanos, chinos, latinos, marroquíes, negros, representaciones de todas las tribus urbanas, turistas perdidos, mochileros, vagabundos, indigentes envueltos en cartones, borrachos, yonkis, camellos, locos que gritan al cielo negro y amarillo, energúmenos que golpean cabinas de teléfonos, ancianas rebuscando en los contenedores de basura, grupos de jóvenes que esperan un taxi, famosillos de ortopedia, de usar y tirar, y demás esperpentos.

Hace frío. Me vuelvo a casa. Una de las chicas del Este apostadas en la acera me hace señales con la mano para que me acerque. Su piel es blanca, joven y azul. Le sonrío con ternura mientras declino su oferta. Esta noche no, flaca. Si uno fuese Humphrey Bogart se alzaría la solapa de la gabardina gris y se encendería un pitillo arrugando el gesto. En cambio, yo, que ni siquiera fumo, sólo puedo seguir mi camino con la cabeza gacha, los hombros encogidos y las manos vacías en los bolsillos, absorto en quimeras, como aquellos que se estrellan contra rompeolas, mientras aquella chica, que también escuchará un rumor lejano, como de mar, seguramente ya habrá olvidado mi cara.


Fotografía de Mauro A. Fuentes Álvarez

miércoles, 20 de agosto de 2008

Volver es vivir

Hoy, como ayer, como antaño, vuelvo, persiguiendo mi propio rastro, pisando sobre mis huellas marcadas de antes, a esa esquina de la calle del Carmen al filo de las ocho y media de la noche recién nacida, que cada día es más oscura. Pero hoy esa esquina está vacía, tan sólo un par de colillas retorcidas en el suelo delatan una terrible ausencia. El alma se me cae también al suelo y se arrumba junto a las colillas. Me quedo allí, como un pasmarote, en el mismo sitio donde aquel hombre que no está coloca la funda del violín que le sirve de cepillo para las donaciones de espectadores espontáneos y otros transeúntes. Mientras tanto, la gente pasa de largo en torno a mí. Los viernes el centro se torna en hormiguero y la caterva se apodera de sus calles, que dejan de ser de quienes las recorremos diariamente, del indigente nórdico de las escaleras del Cine Callao, del quiosquero de Gran Vía, de la chica de ojos eslavos, cristalinos y tristes que siempre espera en la calle de los Tudescos, del vendedor de tabaco de la calle de Jacometrezo, de los viejos hermanos heavies frente al desaparecido Madrid Rock, de la negra tirada en la esquina con Mesonero Romanos que siempre bebe cerveza en litrona, de los mimos de Preciados, de los verdes del panda estampado que siempre esquiva uno cuando le asaltan en su camino, del mendigo sin brazos que se pasea con un vaso de plástico entre los dientes haciendo sonar dos o tres monedas en su interior, de la vieja encorvada de garrote, velo y ropas enlutadas y añejas que pide silente la voluntad, del vendedor de los ciegos de Sol…

O del violinista de la esquina del Carmen. Sin él, sin su violín desgarrando el aire, la de hoy será una noche un poco más triste y solitaria.

Me rodeo, resignado a mi suerte, con las manos en los bolsillos del pantalón, el otoño se deja sentir en el viento, y continúo mi camino hacia la Puerta del Sol. Aún resuenan, sin embargo, en mi cabeza los ecos del tañido del violín del músico de negro del día anterior. Una vez más, vuelvo la vista atrás y el recuerdo me lleva a su antojo por túneles cegados del tiempo. Asisto, sin poder evitarlo, y esbozo una media sonrisa aquiescente y paternal, a los grandes momentos que me han traído hasta aquí, a estar donde estoy, a ser quien soy. Aparecen desdibujadas por el olvido algunas escenas de mi más temprana infancia, cuando desperté al mundo consciente, adquirí un criterio propio, me individualicé del resto de niños de mi edad y empecé a frecuentar a otros niños mayores que incluso me doblaban la edad. También surgen de repente otros recuerdos, siendo niño aún, de largos viajes que me hicieron madurar en exceso para mi edad, épocas en las que descubrí que nada importa nada, cuando pasé de ser un niño de sobresaliente a vivir de las rentas. La memoria es caprichosa. Más viajes. Son éstos fuente de conocimiento, de autoconocimiento. Viajes a tierras polvorientas y lejanas, de selvas y desiertos, en las que gané clarividencia, invulnerabilidad y poder.

Siento, ahora, cuando bajo la calle a contracorriente de la gente que se dirige a los centros comerciales, como si hubiera tocado fondo ―o techo, tanto monta―, que el mundo no alberga muchos más secretos ocultos. Es una sensación extraña, de cierto desasosiego. La existencia se muestra ante mí simple y mecánica en su complejidad, pues creo ―me permito el beneficio de la duda― saber el alcance real y lejano de las acciones propias y ajenas. Decía el Don Juan de Castaneda que la claridad es uno de los enemigos en el camino del conocimiento. Lo tengo presente. San Juan de la Cruz habla de la noche oscura del alma, sentimiento de profunda tristeza y soledad que sobreviene tras el descubrimiento último de altas verdades. No me tengo por tanto, pero en ocasiones dudo, y la incertidumbre me pesa, si la vida puede todavía ofrecerme algo más o si, por el contrario, ya está todo hecho.

Todo esto, lejos de apartarme del mundo o de relativizar mi visión de cuanto me rodea, ha obrado el efecto opuesto. De un tiempo a esta parte me apetece mezclarme con la vida, si es verdad que yo soy yo y mis circunstancias estoy dispuesto a desnudarme de ellas, a derrumbar los muros de protección, ir a pecho descubierto al encuentro de lo desconocido, desenvainar mi yo profundo y escrutar a tumba abierta en los sentimientos de quienes quiero, sean amigos, familiares o chicas. Y lo llevo a cabo. Y los resultados son sorprendentes. A esto me refería hace varios días cuando dije que me encontraba en un período pasional en todos los sentidos. Pocas cosas en la vida valoro más que mis amigos y mi familia, pocos momentos me llenan tanto como los que paso con ellos, de uno a uno o en grupo, perder el tiempo en su compañía entre conversaciones, risas y juegos de cartas durante largas tardes de café y bares.

Contrariamente a estos pensamientos, contradictorio que es uno, me siento feliz, en paz conmigo mismo, quizá pleno. Bien puede ser ésta una época que cambie en el futuro, no me cabe duda, la vida es cambio, el río siempre vuelve al cauce, de modo que espero estos cambios con las velas izadas, observando el horizonte vacío a la caza de vientos nuevos que más bien serán viejos.

sábado, 16 de agosto de 2008

Vivir es volver

Vivir es volver. Uno se esfuerza en avanzar, romper con el pasado, quemar sus naves sin mirar atrás, sin que le tiemble el pulso. Pero estamos condenados, inevitablemente, a volver. A veces imagino la vida como un conjunto infinito de círculos que se cruzan y se cortan entre sí, nunca concéntricos, en desorden siempre, que vamos siguiendo a lo largo de nuestros días y que se nos obliga a cerrar. Nadie le obliga a uno, sola la vida se impone, se atraviesa en nuestro camino para llevarnos a voluntad anudando cabos que antes uno había dejado sueltos. Tal vez la muerte nos alcance cuando no queden ya más círculos por cerrar.

Cada día vuelvo yo también a aquel lugar. Cada día, al salir del trabajo, cuando la noche tiñe de neones y sombras el centro de Madrid, regreso en busca del cabo que abandoné en una esquina de la calle del Carmen el día anterior, el mismo que dejé suelto dos años antes una noche gélida de diciembre y que hizo brotar las primeras palabras que se consignaron en este cuaderno.

Un hombre solitario vestido de negro entona allí hermosas melodías que arranca de un violín, cuyas cuerdas vibran al son de las caricias sostenidas del arco, que es prolongación natural de la mano del músico, emitiendo notas que se le clavan a uno en el alma y desentumecen el cuero cabelludo. A la música esencial, la que es genuina, nadie es ajeno, y la música que ese hombre extrae de su violín rezuma fragancias de tierra virgen, húmeda y fértil, remite al principio, a las alturas, a una época intemporal que hemos debido de olvidar, a la divinidad, a la inmortalidad. En otras ocasiones se rodea de otros músicos que acompañan a su violín solitario con otros violines, violas, chelos y contrabajos. Supongo que sus obligaciones les impedirán acudir todas las noches a su cita en la calle del Carmen, pero el violinista de negro nunca falla. Cada noche vuelve a la esquina donde acostumbra, al igual que volvemos también unos cuantos para escuchar el cálido lamento de su violín triste. Acodados en la baranda del gran centro comercial que se levanta a nuestra espalda, la vida parece adquirir algo de sentido, sus aristas se suavizan, se pulen, mientras la humedad aflora en los ojos.

Bajo la dulce y embriagadora sugestión de las sinfonías vuelvo, una vez más, buceando en la memoria, al lugar de donde vengo. Ahora, acodado en el muro que separa mi primer cuarto de siglo del resto de mi vida, el pasado se contempla con cierta nostalgia. La vida es hermosa, y este primer capítulo ha pasado rápido y me ha tratado bien, poco me ha quedado sin hacer, no se me ha puesto cuesta arriba, he conseguido todo aquello que me he propuesto con soltura y facilidad, aunque no por ello dejo de apreciarlo en su justo valor. Pero lo cierto es que poco importa demasiado, nada merece un desvelo. Todo tiene arreglo, y si no siempre curte la piel y acera el corazón, da perspectiva y amplía horizontes.

viernes, 15 de agosto de 2008

Cuaderno de Madrid


Gran Vía de Madrid

Madrid. Agosto. Hace tanto tiempo que no escribo que me tiembla un poco el pulso al garabatear estas líneas. Tan a menudo se me viene a la cabeza la obligación auto impuesta de escribir, que poco a poco se ha ido convirtiendo en un peso formidable para la conciencia. De repente hubo un vacío, el tintero se secó y uno, perplejo, dejó la pluma sobre la mesa y se fue a ver las ruedas rodar. Pienso que debemos tomar las cosas tal como vienen. Si el agua de una fuente deja de manar, volverá más tarde o más temprano, y si no, sólo nos quedará meternos las manos en los bolsillos y silbar la canción del pirata mientras buscamos agua en otra parte.

En estos meses ha sido eso lo que ha pasado, aunque dicho así es simplificar bastante. Cuando uno se deja llevar por la rutina, acaba acomodándose. Y en su momento acepté que las palabras ya no vinieran como antes solían. La cuestión es no resistirse, de modo que no forcé la maquinaria y colgué los lápices. Por un tiempo, me dije, hasta que se me aclarasen las ideas.

El viaje a la India quedaba ya lejos. Hacía semanas que había vuelto, con trece kilos menos, después de dos meses de vagabundear por caminos polvorientos. Una vez en España seguía escribiendo sobre aquel largo viaje, que de tan extenso en su redacción podría dar lugar incluso a un libro, cuando empecé a notar la sequía creativa. Quizá me mataba las musas el hecho de que mucho de lo que escribía en este cuaderno de bitácora eran, en muchos casos, meras transcripciones, un poco condimentadas, de lo redactado in situ durante los extravagantes —nunca mejor dicho— trayectos en autobús, en camión o en tren a través de tierras indias y nepalíes. Significaba redactar sobre textos previamente escritos, sin apenas aportar originalidad. Me aburrí, no sentía latir en esos textos el pulso de la creación.

Antes he dicho que también llegué a Nepal, donde anduve dos semanas gastando suela por sus montañas de rododendros, sus templos budistas y sus pueblos de gentes de paz. El día de antes de abandonar Benarés me di cuenta de que estábamos relativamente cerca de Nepal, así que, sin pensarlo demasiado, encaminamos nuestros pasos hacia el norte, adentrándonos en el Himalaya. Luego el viaje continuó por la India septentrional hacia el este hasta llegar a Darjeeling y Calcuta. Desde allí nos dirigimos hacia el sur, siguiendo en todo momento el sentido de las agujas del reloj, y nos dejamos caer por Bhubaneswar, Puri, Konarak, Bangalore, Belur, Halebid, Hampi, Goa y Bombay, entre muchos otros lugares.

El viaje fue tremendamente revelador, pero notaba que no poseía yo, en aquel momento, de regreso ya, el aliento suficiente ni necesario para relatarlo hasta su término. Existe, sin embargo, el diario de viaje, en el que vertí mis impresiones y pensamientos sin pulir sobre la marcha. Lo hice con gran disciplina en esos dos meses, pues era consciente de su importancia para mí, sobre todo la que adquiriría en el futuro. Sembrar entonces para cosechar quién sabe cuándo. No desecho ni desdeño la posibilidad de volver sobre este diario de aventuras. Simplemente hemos de esperar el momento propicio, si es que llega.

Tuvo que ver también, cuando llevaba algún tiempo sin escribir, abandonados ya los relatos indios, un cierto temor a volver a hacerlo. Después de tantas semanas sin juntar palabras, poco a poco me fui retando a mí mismo a que si volvía a desenfundar los lapiceros debía ser con algo sublime. Para no decir nada que mereciera la pena, mejor estarse quieto o salir a darse paseos, pensaba, no sin cierta crueldad hacia uno mismo. Entonces se llega a un callejón sin salida: si lo que uno escribe no vale, ¿qué sentido tiene ponerlo en negro sobre blanco? La respuesta acudió casi antes de que acabara de formularse la pregunta. El caso era que me moría por volver a escribir, que no podía luchar contra un deseo tan fuerte y que me desvelaba por las noches.

Y siempre a vueltas con la rutina, que es un cáncer infecto para la existencia, me había acostumbrado a lidiar con todas estas razones de peso con tal de no escribir. Siempre me contentaba con hacerme el propósito de escribir al día siguiente, y, claro, nunca ocurría. Decidí, pues, en ese mismo instante en que me encontraba de frente a la pared de mi propia conciencia, que la mejor forma de romper el hielo con la página en blanco y destruir el sortilegio de esta caprichosa búsqueda de lo sublime, era comenzar de la forma más simple posible. Un esfuerzo de sobriedad. Me dije, define tu mundo de hoy en dos palabras, y acudieron dos como relámpagos en medio de una noche de lluvia: Madrid, Agosto.

Y así es como da comienzo este cuaderno de Madrid, y cómo empieza de nuevo mi vida, porque, de un tiempo a esta parte, ésta no se concibe sin escribir. No me hago a la idea de cómo puede ser la vida sin dibujar en todo momento relatos imaginarios mientras vas en el metro, o escribir renglones a vuelapensamiento cuando caminas por la calle o tomas un café en una cafetería. Escribir se ha convertido en una condena, que es, sin embargo, gozosa, brinda cierta plenitud y paz de espíritu; y si un día no empuño papel y bolígrafo, se me echa encima la melancolía, que es dulce compañera, a pesar de todo, y las horas se hacen más cuesta arriba.