domingo, 19 de octubre de 2008

Sol de octubre

Ha vuelto la primavera en pleno octubre. El sol todo lo invade. Hace calor, a pesar de que uno vea que los termómetros electrónicos de las paradas de autobuses marquen siete grados. Va a ser verdad eso de la sensación térmica, pronto tendremos que deshacernos de los termómetros de toda la vida y sustituirlos por sensores térmicos. El mundo está loco de atar, va cada vez a peor, y aquí no se salvan ni los termómetros, los pobres, que ya marcan por marcar, porque nadie les hace caso.



Y es que esta ciudad ha perdido la cabeza: pasado el mediodía, me encuentro en la Plaza de Jacinto Benavente con que los sudamericanos ociosos que solían reunirse en la plaza para ver pasar las horas y los días bebiendo cartones de vino blanco bajo la rasca de las esquinas de Madrid, ahora han dado con un nuevo pasatiempo. Los veo agrupados en corro alrededor de la casetilla de lo que quizá sea un tanque de agua o un generador eléctrico y que utilizan como mesa. Me acerco, como quien no quiere la cosa, y los descubro jugando al póker. Apostando y todo, a la vista de los euros que se ven en el centro de la mesa improvisada. Me sonrío mientras me alejo. Una timba callejera. Tal vez algún día, con más tiempo y menos obligaciones, estaría bien unirse a ellos y jugarse unas monedillas al abrigo del sol de octubre. Después de todo la vida es juego, ¿no lo dijo Calderón?

Muchos escritores, de esta simple anécdota, se sacarían de la punta de la pluma una moraleja muy sesuda y trascendental, imaginarían las historias de estos infelices, sus fatigas en sus países de origen, el cruce del charco, las penalidades al llegar a España, la falta de trabajo, sus tristezas y zozobras. Incluso podrían llegar a armar, tirando de oficio, una novela de contenido social con cierto dramatismo. Lo malo es que uno es más de Valle-Inclán que de los otros, más del esperpento que del folletín, más de la imagen que de las mil palabras.



Otra imagen: llego a la Puerta del Sol y me encuentro, para mi más absoluta estupefacción, con dos rickshaws aparcados en plena bocacalle de Preciados. Increíble. No me equivocaba: esta ciudad ha perdido la cabeza. Aunque, bien pensado, el bici-taxi como alternativa al taxi y sus precios prohibitivos podría cuajar. Lo malo es que existe el metro, al contrario que en la India, donde el rickshaw suple la falta del transporte subterráneo y además le permite a uno adentrarse en calles polvorientas, sin asfaltar y llenas de socavones, infranqueables para un taxi, sin sufrir demasiados percances. Ni puedo imaginarme la cantidad de veces en las que me pude montar en un rickshaw durante mi periplo indio de dos meses bajo la solana y la humedad del país. Más de una vez nos tuvimos que bajar mi compañero y yo para ayudar al sufrido conductor, cuyos músculos de alambre parecían derretirse al sol, a empujar el rickshaw, cargado con nosotros y nuestras mochilas de treinta kilos, en alguna cuesta arriba imposible.

En fin. ¿Rickshaws en Madrid? Tal vez como atracción turística por el centro de la ciudad cuele, como han colado entre los guiris el alquiler de bicicletas de color rosa con cestita de mimbre en el manillar. Y me temo que no voy desencaminado, porque los conductores con los que me crucé, ataviados con ropa cara y con pinta de trotamundos surferos, tirados a la bartola a la espera de que alguien requiriera sus servicios, eran dos fornidos hombres, a todas luces foráneos, de color. De color negro, vamos. Negocio de extranjeros. Negocio para extranjeros.

Más tarde, el sol, al morir la tarde, se reflejaba en las fachadas de los edificios de la Plaza de España con pinceladas gruesas de vinos y rosas en los cristales. Las paredes ardían en un fuego como líquido luminoso, que no quema. Un día más, uno vuelve a comprobar que los crepúsculos de Madrid son los más bellos del mundo.

Regreso a casa, ya de noche, muerto el sol, y, a mi paso por la Plaza de Jacinto Benavente, vuelvo a sonreírme al ver a los jugadores andinos, horas después, que continúan con su partida de póker callejero, esta vez a la luz ámbar de las farolas. Justo después, al pasar por mi lado a la salida del supermercado, oigo de pasada una conversación de una mujer joven con la que parece su hija, una niña de apenas cuatro años:

―¡Cuántas cosas hemos comprado! ―dice la niña, cargada con una pequeña bolsa de chucherías.

―Sí ―responde la mujer, con bolsas de la compra en ambas manos―. No sé qué habría hecho sin tu ayuda. Verás cuando se lo digamos a papá Jaime…

Sus palabras me dieron qué pensar, y, ciertamente, algo de todo eso me entristeció. Aquella niña tendrá un papá, que no es papá Jaime, pero no podrá estar hoy al borde de su cama para darle el beso de buenas noches ni velar sus sueños infantiles.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Domingo en Madrid

Los domingos en Madrid me son un poco desconocidos. Si la vida le coge a uno en Madrid en domingo, y no en el pueblo, lo normal es que vea el día pasar desde la seguridad de su ventana del tercer piso. Los domingos son jornadas de resaca, de alcohol o de rutinas, tanto da, pero resacas al fin y al cabo. Apetece más vegetar en el sofá, papar moscas, rascarse la barriga, revolverse entre cojines, que desperezarse, desentumecer el cerebro y tratar de recuperar el ritmo que tenemos el resto de la semana. A veces me asalta una pregunta, siempre la misma, algunos domingos: si las circunstancias no nos obligaran a levantarnos de la cama, ¿nuestra vida sería como un domingo perpetuo? No me lo quiero imaginar, me asusta la respuesta, prefiero pensar que estas modorras son sólo exclusivas de los domingos, de la misma forma que siempre hace sol en domingo, sea verano o invierno, noviembre o abril.

Y como el sol invita a volar a los soñadores con alas de cera, me eché a la calle con alegría, a pesar del gripazo que me asomaba por la nariz.

Un domingo en Madrid no hay mucho que hacer. La opción más popular y socorrida, sobre todo para quienes les toca hacer de padres, es la de encerrarse todo el día en un centro comercial y zamparse un paquete de ocio familiar consistente en bolera, compras, comida rápida, máquinas recreativas y cine con palomitas. Da miedo pensarlo. A otra cosa.

Salvo la obligada visita a los eminentes museos de Madrid, yo aún tengo alguna pendiente, lo único que le queda al madrileño, oriundo o de adopción, es el Rastro. Cada domingo todo Madrid se apelotona entre la Plaza de Cascorro, la Ronda de Toledo y las calles de Ribera de Curtidores, Embajadores y otras aledañas para no se sabe exactamente qué, porque el turismo ha convertido al viejo Rastro de los gitanos, los bohemios y los artistas en un parque temático, en una franquicia de El Corte Inglés. Los precios son abusivos para ser artículos que se venden a ras de suelo en puestos de mala muerte, pero el problema es que se venden sin demasiada dificultad. Así están las cosas. Lo mismo ocurre ya en el Gran Bazar de Estambul. Uno esperaba descubrir en Estambul una ciudad mágica de alfombras voladoras y cuevas de Alí Babá, tesoros vendidos como baratijas, lámparas maravillosas extraviadas entre la chatarra, pero lo cierto es que llegaron a pedirme, después de mucho regatear, treinta euros por una alfombrilla de cuarto de baño. Otro parque temático. Aquellos turcos sabían que ningún rostro pálido se iría a casa sin souvenir. El turismo, que todo lo corrompe.

Hace mucho tiempo también que me desencanté con el Rastro, aunque conseguí, sin embargo, a modo de desquite, sacarle a un gitano una alfombra enorme, de más de dos metros, por los treinta euros que me pedía aquel turco de gesto torcido de Estambul por el trapo para los pies. Aun así, existen todavía los viejos tenderos de toda la vida, los que levantan el puesto cuando las farolas se van apagando y los gorriones pían sobre los tejados, cuando la Plaza de Tirso de Molina empieza a oler a alba y a flores y el frío de las primeras luces se desayuna con aroma a café con porras. Son los vendedores de libros rancios y desgastados, los revendedores de mercancía de dudosa procedencia, los comerciantes de fósiles falsos, los anticuarios que exponen género envejecido con amonio, los tratantes de pájaros, los marchantes de cuadros sin valor… En el Rastro, que es el reino del pícaro, todo se vende, todo se compra.

Y el reino del pícaro es el paraíso del carterista. Es gracioso toparse de vez en cuando a un tipo andrajoso corriendo entre los puestos, esquivando a la gente, perseguido de cerca por un guiri pecoso y rubicundo (también furibundo). Cosas del Rastro. Acto seguido, se vuelve uno y se encuentra de frente con los Hare Krishnas, que suben la calle en procesión bailando y elevando sus cánticos entre la marabunta, que asiste divertida a la escena.

Y si tantas emociones le han abierto el apetito, el buen turista no debería desperdiciar la ocasión de probar las proverbiales tostas de las calles empinadas que salen de la Ronda de Toledo. Con suerte, después de haber esperado apenas media hora de cola, podrá degustar su exquisita y grasienta tosta de salmón, boquerones en vinagre o sardinas, entre muchas otras deliciosas variedades. Sin duda causan furor entre la extranjería que nos visita.

No sé por qué he acabado hablando del Rastro, si yo pasé de largo aquel domingo, evitando la corriente humana, y me perdí en la grisura, entre los árboles desnudos de los bulevares recoletos de Madrid.