jueves, 25 de septiembre de 2008

Jugarse la boca temprano

Malasaña es una mala zona por la que moverse, incluso a plena luz del día. Se trata de un barrio que, por increíble que parezca, y a pesar de estar a sólo dos pasos de la Gran Vía, parece una pequeña sucursal del infierno en todo el centro de Madrid. Asombra pasear por sus calles invadidas por la suciedad, siendo como es Malasaña, antiguamente llamado de Maravillas, un barrio de tanta historia, casta y tradición en Madrid. Hoy es un rincón de fachadas pintarrajeadas con espray y mala leche, cables al aire, tubos colgando, edificios con las tripas entre las manos, calles estrechas trufadas de basura, orines, condones, jeringuillas, gomas elásticas que hace un rato han servido de torniquetes y otros vestigios de trasnoches campando con impunidad sobre el pavimento.

También, como Lavapiés y otros lugares de la periferia de la ciudad, Malasaña ha sido abordado por los inmigrantes. Este hecho, lejos de deslucir sus calles, me parece a mí que ha salvado a Malasaña de su hundimiento en la sordidez, tiñendo la zona de color con locales de negocios chinos, sudamericanos y musulmanes. Se conoce que las áreas urbanas más marginadas son el caballo de Troya natural para la entrada de la inmigración, lo que no deja de ser triste, por inevitable, que una ciudad termine convirtiéndose en amalgama de guetos.

Lo cierto es que es en Malasaña donde trabajo. El lugar al que acudo cada mañana a pie, a través de sus calles grises y empinadas. De vez en cuando uno se encuentra algún mendigo durmiendo entre los cubos de basura, o a algún yonqui pinchándose la última de la noche tras cualquier esquina, y todo eso antes de doblar el mediodía.

Nunca he tenido ningún problema con esta gente. Jamás me han atracado, ni aquí ni en ningún sitio, ni de día ni de noche. Quitando alguna vez que hayan intentado birlarme la cartera sin éxito, y aparte de los pedigüeños que te increpan si no les haces caso, la verdad es que he tenido pocas experiencias incómodas o de violencia callejera. Hasta esta mañana.

Me dirigía, como siempre, a trabajar, y, al rodear la última esquina que me separaba de mi puesto de trabajo, me encontré en la misma acera con dos jóvenes, un chico y una chica, con las secuelas que la heroína deja marcadas en el rostro, que acababan de refugiarse bajo un portal desconchado y maloliente, agachados y con los brazos remangados. Parece ser que ese portal es popular entre los suicidas, no es la primera vez que uno se encuentra una escena similar. Ambos me miraron, con la mirada un poco virando entre la culpabilidad y la impaciencia. Lo normal es levantar la vista hacia el infinito, ignorar la tragedia con la que a veces uno se cruza por las calles y seguir el propio camino sin inmutarse, como si no pasara nada, como si meterse un chute en vena a esas horas de la mañana fuese de recibo.

Continué calle arriba, cuando, enseguida, advertí que otro hombre, con las mismas pintas, enfilaba la acera hacia el portal que acababa de dejar yo atrás. Lo vi venir. Mis alarmas saltaron. Entre la pared y la fila de coches aparcados apenas distaba un metro y medio. No podía dar un rodeo ni evitarlo. Crispé los puños sin detener el paso. Y, efectivamente, al llegar mi altura el drogata me pidió un euro para desayunar. Pasé de largo, impasible, con la cabeza gacha, como todo el mundo hace, a pesar de la angostura de la acera, que casi me hizo rozar su hombro.

―¡Eh! ¡Tú de qué vas, chaval, que sólo te he pedido un puto euro!

El corazón me dio un vuelco. Miré adelante, localicé a un par de metros la puerta del edificio donde trabajo. Vi un taxista esperando en la misma puerta.

―¡Eh! ¡Que te estoy hablando! ¡¿Qué pasa contigo?!

Esta vez la voz del yonqui la oí más cerca. Subía por la acera tras de mí. Se me heló la sangre. Ya había llegado a la altura de la puerta de mi trabajo, pero estaba cerrada. Si me detenía a abrirla el energúmeno que venía vociferando detrás de mí me alcanzaría. Pasé junto al taxista. Nuestras miradas se cruzaron, y descubrí en la suya una señal tácita de peligro. Confiaba en que el yonqui desistiera, me diera por imposible y se fuese. Seguí calle arriba.

―¡Eh, gilipollas!

Demasiado cerca. Noté su voz soplándome en la coronilla. De repente, un pensamiento atravesó mi cabeza: un navajazo por la espalda. Se me aceleró la respiración. No había demasiado tiempo para decidir, sólo dos posibilidades: una, salir corriendo por mi vida; dos…

Me volví. Estaba cagado, pero intenté poner mi mejor cara de hijo de puta perdonavidas, subí la barbilla y me quedé mirándolo con los puños cerrados en los bolsillos. Él se detuvo entonces, a unos tres metros de distancia. El taxista quedaba entre nosotros dos.

―¿Qué pasa? ¿No tienes un euro para dejarme?

―No, lo siento, no lo tengo ―dije con aire chulesco, como lo diría un mafioso, contraviniendo el sentido común. Supongo que otros habrán muerto por mucho menos. Pero estaba yo muy cabreado, como pocas veces lo he estado. Si me sacaba una navaja en ese momento, uno de los dos almorzaría en el hospital, porque yo estaba dispuesto a reventarle la cabeza.

―Bueno, bueno, pues eso se dice y ya está ―concedió el yonqui―. Un poquito de respeto, coño ―Se dio la vuelta y continuó hacia aquel portal infame para reunirse con sus compañeros.

Nunca sabré si fue mi imitación de hijo de puta perdonavidas lo que lo amilanó, o el hecho de que lo encarara, que le cogió desprevenido, o si sencillamente no tenía intención de hacerme nada. Tampoco importa demasiado. Todo fue muy rápido, apenas unos segundos, apenas unos pasos. Cuando pasé después al lado del taxista para entrar al trabajo le dije, con la mayor tranquilidad que pude impostar: «Cómo está el patio, ¿no?». Él no dijo nada, tampoco esperaba uno que le contestara. Seguramente mi inconsciencia le había dejado sin palabras.

Cerré la puerta tras de mí. Respiré hondo. ¿Cómo había podido enfrentarme a aquel tío? ¿En qué estaba pensando? Mira que he pensado mil veces en una situación de este tipo hasta volverlo consigna: si un tío te atraca, sacar la cartera lo antes posible y rezar para que no quiera nada más. ¡Y me había plantado delante de un yonqui por un euro! ¡No ya de un atracador consciente de sus actos, sino de un desgraciado con un mono de elefante! Pero el problema no había sido el euro que me pedía, y que debería habérselo dado de inmediato, sino un instante en la vida, incontrolable, una gota de caos en el estanque de una mañana tranquila de otoño, cuyas ondas resultantes, impredecibles, habían cambiado todo a su paso. Podría alegar altas razones para justificar mi temeridad: dignidad, honor, miedo, ética, estética… pero lo cierto es que me moví por instinto, como un animal atrapado por su depredador, sólo buscaba sobrevivir. En los escasos segundos que transcurrieron sólo sentí peligro inminente y un deseo febril por acabar con mi enemigo. No hubo miedo, mantuve la serenidad, fui consciente de lo que me jugaba, pero aquello no lo había elegido yo. Uno nunca está suficientemente preparado para estas cosas. No me siento culpable de mi reacción, porque fue espontánea y salió de muy dentro. Sucedió, y ahora estoy aquí, a salvo, avergonzado, contándolo.

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