martes, 30 de septiembre de 2008

Reminiscencias

Vivimos días de sol gris y noches de vientos de cristales rotos. Mientras uno encamina sus pasos en la hora de las brujas hacia el arrullo del hogar, la estación otoñal le envuelve la piel como un suave fular sobre los hombros encogidos. El otoño es una época dulce, y a uno parece antojársele su propia vida como esas hojas ajadas que cada día van alfombrando el pavimento de las calles de la ciudad, como si fueran páginas desgarradas, desgajadas del libro deshilachado de nuestra vida, que el viento de los años vividos dispersara en remolinos.

Los días transcurren fugaces, como estrellas que cayeran sobre el cendal de una noche clara de verano. Cada vez más lejos queda la reminiscencia de julios y agostos. Vistos desde la perspectiva de las primeras semanas de otoño, aquellos meses estivales se llevaron una alegría fugitiva que uno ya no es capaz de encontrar a su alrededor. Supongo que esto sucede cuando uno no se siente pertenecer a ninguna parte o, al menos, cuando la gente a la que se quiere se encuentra a cientos de kilómetros de su vida diaria. Es lo malo de tener la cabeza en otros sitios, que no se está ni en unos ni en otros, y la vida, que nunca espera a los indecisos y pasa sin avisar, transcurre constantemente en el puente levadizo que enlaza ambas orillas sin nunca llegar a pisar tierra.

Recuerdo que cuando era más joven tenía la capacidad asombrosa de largar amarras y cortar de cuajo los cabos y ataduras que me enraizaban a cualquier puerto. Antes debía tener un corazón de piedra, con las aurículas y los ventrículos un poco secos, si no es que no se comprende. Podía pasarme meses sin regresar a casa, consciente de que si flaqueaba en mi firmeza de no volver se me reblandecería el corazón como una esponja en agua. Ahora no. Ahora caigo una y otra vez en esa misma trampa. Voy y vengo, pero el pensamiento jamás va con el resto del cuerpo, aquél siempre anhelante de regresar. Tal vez antes era uno más sabio, más consciente de sus debilidades. Con los años me he vuelto más sentimental, más nostálgico, más susceptible. De un tiempo para acá los techos bajo los que duermo son siempre temporales, circunstanciales, son techos de casas de amigos, de pensiones baratas, de hoteles, de casas de alquiler compartidas con extraños, de estaciones de autobuses y de trenes, son techos con armarios vacíos y perchas desnudas, de bolsas y maletas siempre por deshacer, como si estuviera preparado en todo momento para huir a la mínima oportunidad con el mundo de uno siempre a cuestas.

Tal vez sea que uno no está solo, sino lejos.

A veces uno sospecha ser un extraño en su propia vida. A veces incluso piensa uno que huye sólo para volver, que esta vida tan bohemia y literaria, tan nocturna y cautivadora, es mortal y pasajera, que al final del sueño de vino y rosas toca despertar y descubrir que eran en realidad licores amargos y flores mustias, que acaso la vida no esté a la altura de sí misma.

Ay, cuesta arrancar palabras a la madrugada, flaca; otra vez me abandonas a mis noches de humo y fantasmas, otra vez te me escapaste entre tardes de café y besos helados, otra vez, sin poder hacer nada, desesperado, te vi marchar, con tu aliento aún latiéndome en los oídos, y fundirte con la ciudad.

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